y con tantas luces en las esquinas
como la última en la que viví.
Allí pasábamos perdiéndole el sentido al norte y al sur
todo parecía un templo abandonado
para adorar a quién sabe qué
en quién sabe dónde.
En esa ciudad la felicidad se asomaba a ratos
recuerdo eso: perder el sabor de la mentira, su sal
sentirnos pequeños lobos que distraídos, calle abajo
desconocen su pelaje y de sus mismísimas uñas
desconfían.
Nada más hubiese pedido.
Abandonarnos a la rabia parecía
victoria suficiente.