Lo que trajo la resaca
No soy yo.
Soy el que ustedes inventaron.
Los hombres laboriosos, ataron a las chumaceras de sus barcas, las banderitas de señales debidamente coloreadas, para evitar que algún bote se extraviara con la pleamar. Las velas recogidas en abultados ovillos, descansaron luego, a un costado de los morrales, donde se acomoda la pesca del día. Peces desiguales, en colores y tamaños, todos amontonados en sacos de yute, bien limpios de tripas y, eran empacados con ágiles manos de viejos pescadores. De súbito, cayó de bruces sobre los dientes de perro. Escuchó voces que se iban con la resaca, un avispero de moscas revoloteando sobre su cuerpo putrefacto.
***
Dos pescadores se quedaron para enrollar las redes. Conversando entre ellos y el abuelo; ocupados entre el laboreo y asuntos triviales del día, mientras la brisa de la tarde les resfrescaba la piel de tanta sal pegada durante la jornada que, había sido mucho más complicada que la de los días anteriores. Un cambio de tiempo, trajo lluvias torrenciales, y el mar encrespado obligaba a remar mucho contra las corrientes. Sin prestar mucho interés al diálogo de adultos, camino hacia la playa. Fue cuando vió el bulto enredado entre los sargazos. Corriendo hasta la playa y soltando los cordeles, comenzó a hurgar desesperado como si temiera perder el bulto enorme. Se detuvo para observar bien no fuera ser un pez todavía agonizante, y le embistiera, como aquella vez, la morena que casi de un tajo le arranca el brazo de un mordisco. Llevaba aún la cicatriz en forma de herradura en el antebrazo derecho. Era algo raro que recalara en la playa donde habia vivido desde que nació. Tenía quince años, un pesado entramado de conchas y algas negras como memoria. Un sueño oculto que por miedo mantenía bajo el candado de la traición a su conciencia. No perdería el tesoro de la resaca. Era suyo, esforzándose por traerlo hacia la arena seca; luego llamar al abuelo por si se trataba de algo relevante. Mientras debía cerciorarse.
Los dos pescadores que conversaban con el anciano, montaron en sus caballos y se marcharon. Continúo enfrascado en destejer el entramado de hojas grises.
No lograba descifrar bien de qué estaba hecho. Percibía que le falta la parte derecha del rostro, la otra intacta y alucinante era una imagen de escalofrío. Se dio vuelta para buscar con la vista la proximidad del abuelo que ya terminaba de enrollar las velas raídas por el tiempo.
— ¡ Es un ángel, abue, un ángel ! – gritó entre el miedo y el desespero.
El anciano, levantó la cabeza para echar a correr hacia la playa. Se asustó al ver como el chico oteaba con la mano, en señal para que se aproximara cuanto antes. Lo hizo de prisa. Tendría que ser algo muy importante para que se desesperara tanto. Cuando se detuvo ante el bulto, pudo ver que era algo fuera de otro mundo, o estaba viviendo una pesadilla de la que no podrían despertar.
—¡No lo toques, mijo. Puede ser algo peligroso!
Intentaron limpiar un poco lo que parecía una figura de plástico tallada en mármol. Luego de unos minutos se dieron cuenta que se trataba realmente de un humano, y más que ahogado era hermoso. Dormía con una ternura complaciente. En la sonrisa parecía habitar la felicidad. Era realmente una aparición divina.
Era un ángel.
— Creo que deberíamos enterrarle aquí en la arena para que las auras no empiecen a comerse su cuerpo mañana. Esos bichos no creen ni en su madre. Después vamos al pueblo y le avisamos a la gente. – sugirió el anciano, para seguir concentrado en terminar con la limpieza del ahogado.
Actuaron en silencio.
– Ya, así está bien. Y ahora vamos que tu madre debe andar como loca, y los pescados se nos pueden bajear con este calor del diablo.
Recogieron los morrales para volver a casa, en el recorrido de siempre, a través del caminito bordeando el estero pestilente. Un ejército de cangrejos colorados cruzaron el camino rumbo a los esteros para desovar.
Ante la proximidad de los dos, unas garzas se asustaron echándose sobre la copa de las uvas de caletas. Otras se posaron tranquilas, acostumbradas ya a cruce cotidiano de los pescadores.
La conmoción por el hallazgo, en un barrio de pescadores, acostumbrados sólo en ejecutar el mismo oficio toda la vida; era para comentar por años. Allí jamás pasaba nada. Lo único que conocían y heredaban, generación tras generación, como si estuviéramos destinados a la sal de mar, para ser unos humildes pescadores, era la rutina del tiempo que se iba comiendo todos los sueños, o, ver que sus vidas empezarían a cambiar, con la llegada del ahogado. Era como para no tomarse como algo natural, ya que todos empezaron a actuar de un modo extraño. La novedad era un arma de doble filo. Tampoco se pusieron a pensar por qué sus vidas monótonas y vacías, se llenaron de una rara esperanza.
El abuelo miró al cielo cubierto de un color impreciso, escudriñando con los ojos unas nubes de polvo que en la distancia, formaron figuras como de animales que luego se unían a las más pequeñas, para crear un todo en una mancha enorme que casi hizo noche el día. — Esas son las nubes rosadas del infierno. Mala cosa.–. Exclamó el anciano, antes de volver adentro.
Las cosas tomaron un rumbo diferente. La madre lloraba cada tarde al caer el sol sobre los cedros y las palmas de aceite, refugiada en su cuarto como una monja de enclaustramiento. Raúl escuchaba gemir y otras veces se entregaba a los silencios de la noche. A veces reía feliz, la infeliz. En sus ojos se veían las tardes de diciembre con su frescor y olor a pasto húmedo. Se desnudaba frente al espejo oblongo que fuera de la abuela, dejando de ser ella, con los dedos entre las piernas un rato largo que el chico disfrutaba, cuando caía de bruces sobre la cama y se moría en una paz infinita. Otras veces las fiebres no le bajaban ni con las fricciones que entre el abuelo y él le daban hasta muy tarde. Entonces ella se dormía como una niña buena. Tampoco era la afectada con todo aquello. Las mujeres del barrio también se comportaban irascibles y desocupadas; casi siempre iban todas juntas a lavar la ropa sucia en las posetas del río y allá también se frotaban unas a las otras, envueltas en la espuma de sus jabones. Parecían felices pero, solo en ese instante, luego en casa, adquirían un extraño sopor, que por cualquier cosa, terminaban por insultar a su familia.
Al anciano y a Raúl, la mujer, les lanzaba lo primero que encontrara a mano. Intentaban en vano hacerla entrar en razón, ella sólo decía que estaba harta de ser un ser inútil tan joven y sin marido, con un viejo y un hijo a los que ya no miraría, porque le recordaba al maldito que la preñó aquella tarde en la playa, con la promesa de sacarla del bohío y darle una mejor vida. Todo un cuento, cuando se terminó el pedraplén, se fue montado en un camión para La Habana que era de donde apareció en su vida para arruinar los sueños. Quiso ser alguien y nada, por eso se le acabó la paciencia, no deseaba ser una fregona como algunas del barrio que se conformaron con barrer, cocinar y hartarle la barriga a los hijos y a un marido que solo una vez al mes las montaba para tener más vejigos. Ellos se miraban sin comprender a qué venía el discurso tan patético, si siempre fueron tan felices y ella la madre más amorosa del mundo. Luego emprendían la rutina y al menos se olvidaban de tanta zozobra por un rato.
Un domingo les despertó balbuceando incongruencias. Decía cosas sobre una maldición que venía sobre todos los vecinos. Era el pecado que debían pagar por haber dejado que los de la ciudad, se llevaran el cuerpo del muchacho hermoso, que ella hubiera querido tener cómo hijo. Tenían que haberle dejado en el cementerio para conservar algo de ellos, en aquel inmundo sitio que nunca pasaba nada. Los viejos no se morían y nadie hizo nunca comentarios sobre qué cosa era morirse. Parecía que a la muerte ni le importaban. Eran cosas sin sentido de vivir, cayendo en el vicio por la bebida. Por el licor amargo que enturbiaba los sentidos y al mismo tiempo, los truncaba como bestias a quien la bebiese. Apenas si se le entendían aquellos anacronismos, de frases que solo ella conocía sus respuestas. Sentada sobre el camino polvoriento, gritaba como loca. “¡ Necesito un macho! ¡necesito un macho!” Y la gente se reía de su locura como algo natural. Las otras mujeres no bebían pero se entregaban en el río al acto lésbico de la inmundicia. Los maridos cogían con los animales porque sus mujeres ya no querían ser tocadas. Los muchachos, se hacían los inocentes, para expiar a sus madres desnudas, para masturbarse tras los árboles, para besarse entre ellos. Para descubrirse cada tramo de sus cuerpos púberes y curiosos. En cambio, él, a veces era un niño feliz, casi por cumplir los dieciséis, tampoco podía aspirar a una novia porque en el barrio solo las mujeres daban a luz varones. Habían dos niñas pero parecía que también ellas se iban como sus madres a la charca para ser malditas. Para perderse hasta desgarrarse los labios con crueldad inusitada, de niñas inoculadas por el virus de una alocada destemplanza. Luego, para empeorar todo, ella murió. El santero les dijo que padecía el mal de la incontinencia que ninguno averiguara, qué cosa era ese tan fatídico mal. El abuelo no pudo resistir la envidia de morir, y sin decir nada, se arrojó como un escombro sobre la cama, hasta que, arrastrando sus harapos hacia la noche, el asco de los días, le incineraron, cual remolino de primavera, el vivir sobre la tierra.
Raúl, recordó haber llorado recostado al borde de la cama donde abuelo yacía tendido. Le arregló con su mejor ropa de salir, la única que tuvo. Eran como la mayoría, gente muy pobre que tampoco aspiraba a más de lo que ya Dios les había concedido. Así, vivió un tiempo sin palabras, llenando la casa solo con el ruido de sus pisadas. En su desamparo, le había tocado hacerse cargo del entierro. En sólo un año su vida no auguraba un futuro prominente. Se sabía dominar bien pero para qué podría servirle algo que en el polvo es más polvo, y en la vida una pérdida de tiempo. Necesitaba dar un giro a todo aquello y marcharse lejos en cuanto se le presentara la oportunidad. Necesitaba tocar algo con forma humana. Allí no iba a encontrar respiro para el lazo que le torturaba, manteniéndole atado a un mismo sitio todo el tiempo. Necesitaba echar a correr más allá del horizonte. Luego se iría acostumbrando.
Una madrugada sintió pasos provenientes del patio. Se levantó sutil para lo que fuera no le alcanzara a escuchar y abordara en su propósito. Agarrando un cuchillo bien afilado para defenderme si venía con malas intenciones. Se asomó por la rendija de la puerta y no vio nada. Cuando se volvía hacia la cama, escuchó una voz que susurró su nombre.
— Rauli. Soy yo, Nety.
Era Ernesto, uno de los chicos que pescaba con él. Le asaltó la duda. Se preguntó, para qué querría verle a esa hora, si habían pasado el día juntos en los acantilados. Si eran las tres de la madrugada. Alguna cosa tendría que haber pasado, para que viniera a esa hora tumbando a nudillos, la puerta.
Abrió y salió a su encuentro pero, Ernesto, se adelantó y, de un salto terminó en medio de la sala muy nervioso. Raúl, buscó fósforos para encender un farolillo de gas, y ver de qué podía tratarse. La estancia se llenó de una luz mortecina y bucólica.
No hubo tiempo para preguntas, Nety se abalanzó como una fiera y con sus brazos rudos le agarró fuerte contra la pared y empezó a besar todo el rostro y los labios de Raúl.
— ¡ Perdona pero ni puedo dormir! – dijo preso de un ardor incontinente.
Raúl, le empujó con brusquedad.
– ¿Estás loco? ¿Como se te ocurre hacerme esta cochiná?
Realmente estaba furioso, aunque en su interior, sentía como si algo se hubiese desprendido y una ereccion espontánea le hizo vacilar.
— No puedo seguir con las yeguas. Quiero besar, coño… Besar algo que me entienda.– dijo entre jadeos y estertores, Ernesto. Era sincero. Buscó la boca de Raúl, y puso en ella la saliva de la suya. Todo su yo interior, se fue en una nube rosada hasta que despertaron sobre las diez de la mañana, abrazados sobre un mar de sábanas ajadas. Luego se entregaron a jugar con una fiebre de amantes que se reencontraban a escondidas. Raúl, estaba liberando al otro que le condenaba al ostracismo del deseo. Reía por toda la casa, besando las paredes vacías, las telas de arañas como cortinas de un palacio. El suyo. Era él, el verdadero. El maricón oculto tras un velo de arrogancia campesina. Luego muy tarde, vio como se iba, cerrando la puerta en silencio sin despedirse, sin darse vuelta para sonreírle. Ernesto tenía veinte años, era su ángel, el que llegaba volando en los sueños para visitarle. Se iba otro muy distinto, con la sombra evidente del arrepentimiento, tal vez no volvería más. Fue hasta la puerta, seguido, se paró como hacía su madre, frente al espejo oblongo de la abuela, para mirarse y saber quién era. Le gustaba ser la novia de Nety, a quien veía y no podía controlar el nerviosismo. Le entraban unas ganas de ser violado entre la maleza. Era una constate recurrente en su cabeza. Era su luz en aquel sitio que no servía ni para morirse, pero quería más, más, miles de veces más. Deseaba parirle un hijo, tres, no sabía, como las puercas que traen en su vientre hasta diez cerditos. Nety se reía de sus tontos sueños y a él, también le daba gracia. Era como un juego tonto que les encontenía. Porque la familia de Ernesto, apenas si reparó alguna vez en su convivencia con Raúl. Todos andaban por su rumbo buscando otra vida inútil. Otra curvatura al melindre del barrio con camino polvoriento.
A los dieciséis años Raúl, había descubierto que le gustaba ser pescador, maricón y tener a un amante tan hermoso como el cuerpo de la playa. Ernesto, le recordaba el rostro del muchacho que encontró aquella tarde entre los sargazos. El vino embriagador contra la mansedumbre de los años. Que le reveló de entre la espuma, aquel extraño. Sería la maldición de la que tanto blasfemó su madre. Era la hora de empezar a caminar con sus dos pies, con o sin la anuencia del otro. Apenas recordaba lo que pasó entre ellos aquella madrugada. Una primera vez que ya apenas importaba. El olor de su piel impregnado la suya. No quería creer en la muerte de sus seres queridos. Deseaba dehacerse del tiempo que vivía en la neblina pescando a toda hora para personas que pagaban poco, y todavía no se convencían del sacrificio en una faena agotadora, y de madrugadas frías.
Héctor llegó a las barcas soltando los bártulos para sentarme a esperar. Se le acercó con su costumbre de conversar, que a veces traía a tomar el aire matinal del mar. Lo observó sin interés de entablar una conversación, de unos minutos en las avidez que tenía, para escuchar las rarezas del viento que le estropeó el pelo. Se decidió.
— ¿Te vas a quedar todo el día ahí? – preguntó Héctor.
Tenía la candidez de los muchachos campesinos, un poco ingenuos y a la vez creídos de saberse superiores a los más chicos.
Acomodó el remo sobre la proa de un bote abandonado, para sentarse a su lado.
— A veces estás triste. – le dijo, intentando intimar.
— Últimamente me han pasado cosas raras. – dijo.
— Si, yo sé.
— ¿Por qué siempre tienes que complicar las cosas?
— Porque entonces dejaría de ser la que llevas con el Nety.
— Ya viene mi gente. Te dejo.– dijo Raúl, como un escape.
Sus ojos se achicaron, y aunque le gustaba, no dejó que las emociones afloraran, ni le cogiera la baja. Era mayor que Ernesto, y conocía mucho más del mundo. Siempre insistía mostrándole sus biceps de hombre hecho. Le rogaba que le tocara los músculos, y Raúl, tocaba con temor. Los sentían duros, le agradaban.
Las barcas se iban mar adentro. El cielo con sus nubes rosadas anunciaba tempestad.
Vio la silueta de Héctor que era nada mientras se alejaba entre la bruma de la mañana, por el bosque de Eucaliptos.
—¿ Qué hacías hablando con Héctor?– preguntó Ernesto, algo molesto.
– Nada. Sólo hablamos.
— No seas mentiroso, te ví tocarlo.
— Oye, ves demasiado. Tal vez lo hice pero por nada, qué sé yo.
— Nada más te digo una cosa. Ese tipo quiere contigo… Si te cojo con él, te mato, te mato. ¿Me oíste?
Nunca en los cinco meses que llevaban juntos, había percibido tanto odio en la mirada de Ernesto. Era como una llama que le decía en silencio el desenlace de una tragedia fatal.
Héctor tenía su lado oscuro, lo sabía. Insinuando muchas veces que Ernesto, solo jugaba con él. En cambio, no le tomaba muy en serio. Lo quería como un buen amigo. Su madre con otras de las mujeres, se habían marchado a la ciudad, abandonando a sus esposos e hijos para buscar un cambio. Por eso, a veces venía para invitarle a los acantilados. Tenía unas jaulas grandes donde criaba pajaritos muy alegres y cantores. Le seguía cuando Ernesto no estaba en casa. Los domingos le acompañaba a las montañas para cazar jutias con los perros. Se aburría solo en casa. Se podía respirar un mar de azules aguas mientras Héctor decía frases que aprendió en su año como soldado en una compañía militar. Eran buenos ratos. Tal vez de no haber conocido el amor con Ernesto, se abría arrimado a Héctor, mucho mayor y responsable, pero ya era tarde.
— Podemos irnos cuando tú quieras, para La Habana. Allá tengo socios que les gusta el ambiente.– dijo con seguridad.
Raúl se sintió tentado, aunque no dijo nada.
— No puedo dejar a Nety, lo quiero mucho.– le respondió, sin mover un músculo de la cara.
— No seas zoquete que a él no le interesas para nada.– dijo molesto.
— Mentiras tuyas, sí me quiere.– le replicó algo furioso.
— ¿Quieres ver que no es mentira lo que te digo?– dijo molesto.— ve mañana a los riscos, y verás cómo se estruja con el mismo que te compra el pescado.
Volvió a casa con marañas de dudas dándole vueltas en la cabeza. Puso todo en orden para salir temprano. Ocultándose entre los arbustos cerca del acantilado, donde Héctor aseguró que Ernesto se encontraba con el chico. Escuchó risas y un diálogo íntimo que le fue llenando el cuerpo con demonios. Era verdad lo que Héctor le dijera el día antes, mientras conversaban junto a los botes. Que estúpido había sido, al creer todas las mentiras y promesas que Ernesto le hiciera creer. Se le derrumbaron los sueños. Era cierto que Nety no le quería ni para celarle. Lo vería desnudo, mientras se dejaba poseer por el que siempre venía a comprar peces. ¿Cómo no se había dado cuenta? No pudo contenerse y en un vuelco brusco de dolor, bajó la pendiente con una roca agarrada bien fuerte entre las manos. Sin que ninguno de los dos se lo esperara, empezó a golpear la cabeza de ambos. La sangre les bañó el rostro, y sus ojos y bocas aterrorizadas no lograban preguntarse, qué ocurría. Ernesto cayó pendiente abajo entre los acantilados estrellándose su cuerpo contra unos riscos afilados. El muchacho intentaba arrastrarse pero logró dominarle. Con las heridas hechas en el rostro, había perdido la parte derecha del pómulo. Sus fuerzas cedieron. Dejó de moverse. Empezó a llorar no supo por cuánto tiempo. Lo hizo por la madre, por el abuelo y por Ernesto, al que intentó arrepentido, devolver a la vida, besándole apresurado para rescatarle del vacío de sus ojos perdidos de la luz. Cerró los ojos y se quedó dormido.
En la mañana fue el último en llegar al embarcadero. Ya tres hombres habían sacado el cuerpo inerte del ahogado. Le faltaba la mitad del rostro, aunque seguía hermoso, parecía dormido. Tardaron un rato en reconocerle.
— ¡ Es Nety, el hijo de Migdalia y Roberto ! – gritó el viejo pescador.
Los demás corrieron a mirar. Él se alejó hacia los acantilados donde las auras tiñosas devoraban ya, la carne dulce del intruso.
***
— ¡ Raúli ! Despierta que se te hace tarde para el medicamento.
Era su madre tan atenta como siempre para suministrarle al hijo paranoico, su medicamento del día. Era ella entre sargazos, recogiendo caracolas.
— ¿Sabes quienes vinieron a verte?
— No.
— Ahí está Héctor y Nety para llevarte a dar un paseo en bote.
Volvió a hundir la cabeza en las cobijas. Otra vez las terribles pesadillas le abrumaban y en el fondo le intuía un deseo enorme de agredir a todos, de prenderle fuego a la casa y luego irse lejos donde nadie pudiera hallarle. Deshacerse en el polvo como si en verdad le faltará mucho para que ella le trajera al mundo.
Se dejó arrastrar a través del sendero polvoriento. Iba montado a las zancas de Héctor. Sentía ser, la basura por estar postrado, dependiendo de sus dos únicos amigos. Le gustaba ver el horizonte. Sentir al menos su piel pegadas, sudorosas junto a la suya. Le era suficiente. Pudo haber vivido así un milenio, pero no era lo que necesitaba. Desde el accidente, venían una vez por semana a pedido de la madre. Él no tenía con qué pagarle sus servicios. Necesitaba sentirse querido por alguno de los dos. Ninguno le miraba con ojos de codicia. Para ellos era simplemente el tullido del barrio.
Esa vez fue diferente. Algo iba a cambiar en sus vidas. Llevaba meses planificando la escapada.
En un descuido se dejó caer al vacío de los riscos. Abajo el fuerte oleaje se tragaba su cuerpo, que al amanecer con la resaca, un hombre y su nieto limpiaban de sargazos.
Sobre el autor:
Jorge Batancourt
Jorge Luis Betancourt - Banes, Holguín,Cuba- 1964. Graduado en artes visuales. Tiene más de veinte exposiciones colectivas y diez personales. Ha obtenido premios y publicado en revistas de México y España. Su obra literaria abarca la poesía, narrativa y dramaturgia. Actualmente radica en la parte vieja de La Habana, donde continúa realizando su obra plástica y literaria. Pertenece al prestigioso equipo de narradores a favor de visibilizar las clases marginales. Tiene varios libros inéditos de poesía y narrativa. Pertenece al catálogo digital de Amazon escritores desconocidos.