En el patio, mi madre hace cortes en rosales y en pequeños
árboles, y en ellos encaja otras ramas que luego sujeta con
pedazos de tela.
El injerto que se hace en una planta termina por fundirse
en ella, me dice: Ya verás, un día de estos te sorprendo con
una rosa azul, o una guayaba con sabor a cereza.
Algo junta estas plantas y árboles contrarios, los convocan
quizá las mismas ansias, coinciden fuerzas y flaquezas: la
suerte de uno es el destino de otro (resulta difícil no pensar
en John Donne).
Me digo, mirando a la jardinera, que, a pesar de las
distancias, los hombres también somos almas contiguas.
Desde la raíz del tiempo nos injertamos unos en los otros.
Nacemos y luego nos fundimos en los tajos del mundo.
Nos agitan los mismos vientos, nos trepan las mismas
hormigas del miedo.
Algunos —sin embargo— nunca dejamos de sentirnos los
frutos caídos de un árbol que no crece bajo esta estrella.
(2007)