Por miedo a los espantos, mi hermano y yo íbamos a orinar
juntos a la cola del patio.
Los fantasmas se ven con los ojos de la nuca —decían
los viejos—: “Y si hay azufre en el aire, es mejor salir
corriendo, aunque se orinen los pantalones”.
De noche, la luna multiplicaba las sombras del patio.
El viento sonaba en la hojarasca como una cadena que se
arrastra (la respiración se volvía difícil, recuerdo).
Aquel tiempo ha pasado y la memoria guarda la dicha de
compartir el miedo.
A veces, cuando se peina ante el espejo, mi hermano
interrumpe, se voltea, y presiente que alguien se esconde
tras las cortinas.
También lo acompaño, por encima del hombro, cuando
toma sus alimentos, o por las noches, cuando lee sus
libros de lejanas tierras: Marruecos, Tánger, Sudán,
Mauretania…
Como ahora, que lee estas palabras que escribí en el
margen de una página, y que ambos hemos leído.
Se vuelve, mira a través de mí , y descubro el miedo en su
rostro. Pero ya no puedo decirle: “Tranquilo, solo estoy
jugando”. Y empiezo a sentir miedo de mí mismo.
(2007)