Dios tiene una falda de cayenas estampadas,
el cabello recogido con un peine,
y en su mano una cuchara, como la vara de Moisés,
para separar el turbio espejo de la sopa.
Ha llegado el hambre al altar del cuchillo,
al melodrama de las cebollas,
donde un fuego rencoroso
dicta su sentencia en el culo de las ollas.
Los comensales sueñan el ábaco de los fríjoles,
los panes y su corazón de nube arrancada.
Budas profanos frotando sus barrigas,
como lámparas de genios:
el día y su apetito de panes y nalgas.
Los codos en su mantel,
el oro reposado de las frutas,
la plata mojada de los peces,
los huevos de las aves prefigurando
la forma oculta del universo.
El ayuno de la tribu ha terminado,
el exilio de los incisivos,
y se impone el imperio de la saliva,
la barbarie de los dedos como pezones.
Los relojes siguen midiendo el ajo y su estatura,
en este santuario donde la grasa será
un epitafio en el dorso de las manos.
Comemos y reímos entre ángeles,
con el alma al borde de ese plato,
olvidando que el tiempo y el azar
también nos devoran.
(2007)