La Tierra
—como el Gran Ojo de Dios—
va surcando la niebla del vacío
hacia ninguna parte,
hacia ningún destino.
No se cansa de viajar.
La consciencia es un pozo profundo.
Allí converge el Sol y su oscuridad,
allí los anhelos ciegos de la vida.
Surca el Tiempo sin pestañear.
El Gran Ojo de Dios es una piedra
arrojada por la rabia de sus dudas
hacia la eterna tristeza.
Quiere ahogar la memoria.
¿Quién osaría recordar?
¿Quién buscaría colgar del mundo
su propia miseria?
El Gran Ojo de Dios quiere enceguecer,
quiere dormir,
pero la noche está demasiado lejos:
La noche huye
—por los confines del universo—
hasta no ser alcanzada.
El Tiempo se duerme.
El Gran Ojo de Dios
—se regocija en sus cadenas—
gira y avanza hacia su retroceso.
Con la frente clavada en la esperanza
sueña llegar adonde nunca se llega.
Danza excitado, incansable,
danza como un poseído,
el Gran Ojo de Dios traga el polvo de su pasado
y lo absorbe en el presente para seguir soñando.
Sabe que es ilusión.
Pero en esto consiste su viaje:
en creer que todo es real,
incluso, que vive y existe.