Las manos de mi madre pasaban en el agua,
días enteros entre estíos y la fría escarcha;
manos de arcoíris milagrosamente bellas
no sabían de dolores ni penosas madrugas.
Mi madre anciana seguía teniendo
de su juventud la fuerza y su corazón
henchido, solidario y atento,
fielmente engrandecido e inmenso.
Ven y arrúllame, madre, como se arrulla a un niño
entrelazado como un delta un río
el pequeño cuerpo mío al tuyo fecundo
y méceme con la calma del remanso cálido.
Perdona, madre, la tibieza de mis labios
y los besos de Judas en tus mejillas puras
y mis palabras cruentas con ese estupor
de quien no piensa que eres amor puro.
Cuando muera viejo y tú te hayas ido
quisiera sentir tus manos, madre,
alentando la zozobra de mi pecho
y que me hablaras serena, con tu acento tierno,
esa voz que calmaba todo tormento.
En la agonía y la muerte, en ese día de aflicción
y en mi último suspiro, tendré el añorado recuerdo
de tu nombre, madre, que disipará todos los miedos.
Y al ir al cielo, Madrecita mía, recíbeme en tu seno,
ahí ya serás amada por los espíritus celestes;
blanca desbordante de ese Dios que tanto amaste
y que en vida imitaste dulce y sonriente.