Yo era el que regresó de la muerte después de una sobredosis de hongos
una tarde de invierno cuando tenía treinta años
y contemplaba las montañas nevadas de Ashland
Yo estuve con los descarnados dejando a mi viejo en una silla de ruedas
cuando no andaba todavía en silla de ruedas
una noche que seguí el ritual del fuego sagrado con ayahuasca
Yo era el que abrió los brazos
y dejó que la tierra lo jalara
con una multitud de brazos que ahora son tierra
Yo salté al río invisible que aclara las cosas
entre lombrices vítreas y peces de colores
y vio moverse las estrellas del verano como tela viviente
Yo vi la espiral de nuestro origen
cuando los lobos marinos saltan fuera del agua
y los ciervos entierran sus patas
Yo escribí que esto era un sueño
al despertar lejos de la geometría del cuarto amarillo
donde hay gatos diamantinos incrustados en el cuero de la noche
Pero ahora estoy de luto porque vi el túnel abierto que dejó mi madre
esa mañana pálida que cayó en cama
y el alarido de la sirena se la llevó por el embudo que termina en la morgue
Pero ahora estamos de luto porque la boca de mi padre
ya no bombea el respirador artificial
en las baldosas frías de la posta que chillan como animal herido
Ahora ambos cruzan la cortina de humo
que delínea el misterio de nuestros ojos cotidianos
y alumbran la noche que se alarga como un sueño azul
Ahora son sombras que guardan los rincones
donde se escucha la música de la infancia
y el tictac de los muros se calla
Ahora no miro la frágil anatomía
ni me dejo caer en un jardín silvestre con corolas bajo la lluvia
ni tampoco sigo el sol al mediodía cuando las libélulas tiñen el río verde
Ahora despierto en la pieza celeste
que comparto con mi hijo
mientras una presencia numinosa nos observa como dragón blanco en la nieve
(De Secoya, 2015)