Una estrella no tan fugaz
extravió su razón de oráculo
y, envuelta en párpados la noche,
descendió para dar altura
al canto que recorre nombres
alfombrando uno y otro otoño
con la empuñadura del árbol.
.
De nada le sirvió batirse,
porque retuvo la luciérnaga
su intermitente magisterio
y no perdió la voz el grillo
al oír que alguien pretendía
la sabiduría del salto.
.
Vencido el fogonazo pálido
por la chispa de la madera,
se precipitó en las raíces
su tan aplaudida agonía,
por vocación rival del agua
signataria de los acuerdos
que facultaron a la brisa
para dar aliento a los besos.
.
Se propuso imitar, al menos,
todo lo que envidian los dioses:
el color de la marejada,
la partitura de los pájaros,
la guardia que dispuso el bosque
para cerrar el paso al tiempo;
el circunloquio de la aréola,
urgente mapa de los mundos,
turgente napa en lo profundo,
moreno destello que augura
la trayectoria de las bocas.