Frente a la torre
del castillo de Duino dos turistas
hablan en alemán
mientras la hiedra antigua cubre
la piedra estremecida de calor y silencio.
Van con viseras de tela y las mejillas
mojadas y encendidas.
.
Miro el paisaje
y pienso en los ángeles de Rilke.
Las almenas que miran al Adriático
son reptiles atribulados por un dios inclemente.
Cada gaviota tiene su cetro en una cúpula
de asientos previsibles (pero no numerados)
y el agave,
que tarda una vida en florecer,
parece una criatura lunar.
.
A lo lejos, las islas
son damas que quieren estar solas.
.
Piedras y árboles
irradian una sabiduría secular
pero no han oído nada
de nosotros:
las instrucciones para domesticar un caracol,
las migas arrojadas de los barcos para alimentar a las sirenas,
una hija que se llamaría Svetlana,
las cosas que dijimos mientras caminábamos
como esos alemanes que comparten
la botella de agua mineral.
.
Por entonces, mis viajes
solían coincidir con el presente
y los mirlos cantaban como oráculos
mostrándonos la única
dirección del suceder.
.
¿Sabías que los mirlos
desarrollan su propia melodía
y, al acabar, repiten
esa misma canción hasta morir?
.
Quizás un día vuelva a creer en lo que dura.
Pero aún me distrae
la belleza.