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Revista de Poesía y Arte ISSN 2735-7627, Otoño Año 3. Nº8, junio 2022

Los muertos se sientan a su vera

Una gripe inesperada se apoderó de su cuerpo y la obligó a guardar cama… algo que le costaba hacer, salvo que estuviera entre los brazos o sobre o bajo el cuerpo de algún hombre amado… dormir y el sexo eran la idea que Carlota tenía para  estar en cama… todo lo demás, una atrocidad, algo a evitar por cualquier medio. 
Carlota se preparó sicológicamente para tener paciencia… no escuchar los consejos que la instaban a hacerse exámenes médicos que no quería y temía (quizás su única superstición era creer que cuando se empezaba a estudiar posibles enfermedades, seguro que se descubría alguna) y aprovechar de ordenar tantos temas dispersos que no sabe cómo siempre mantiene en su cabeza.  

La dispersión ha sido lo suyo desde que recuerda.  Un picoteo de temas varios que se le van sumando hasta llegar a un punto tal en que agobiada por la urgencia se obliga a terminar alguno.  Entremedio, la ansiedad permanente, esa que ya es parte de su vida… Vivir ansiosa, vivir esperando el mañana, completar una actividad y otra, y otra más… y cuando eso ocurre, descubrir que tiene una larga y nueva lista de pendientes apilados a un costado de su cabeza.

Amanecer sin algo que hacer es inconcebible para Carlota.  Medita en que hubo un tiempo breve, cuando él estaba a su lado, en que no necesitaba estar ocupada en las mañanas.  Solían hacer el amor muy temprano, con una pasión brutal y una curiosa ternura que se instalaba en sus cuerpos, una rara combinación… también con mucho humor y no fueron pocas las ocasiones en que terminaron riéndose juntos sin haber llegado al orgasmo, quizás una variante poco considerada por muchos, pero maravillosa como experiencia íntima.  Una variación, un divertimento que los convertía en cómplices… y luego permanecer en la cama, recoger los diarios que él amaba e incluso recortaba, y tenía una compulsión por suscribirse a casi todos los que circulaban en ese entonces -salvo El Mercurio y La Segunda, a los que nunca pudo perdonarles sus mentiras sobre los desaparecidos- especialmente aquellos que tenían problemas para sobrevivir. y leerlos, sin hablar, apenas con un roce entre las manos de tanto en tanto. Una mirada de soslayo… y la comunicación perfecta, la sensación de ser dos en uno.  Fue un tiempo que pasó como una ráfaga, un segundo de felicidad… Carlota había dejado de buscar el amor cuando un día él apareció en su vida y ella, en la de él.  Fue un misterio la química que se produjo en tan solo una cena seguida de un par de wiskies.  Ya no eran jóvenes, tampoco adultos mayores.  Pero estaban bordeando el medio siglo y el amor los inundó como si fueran adolescentes.  Perdieron la prudencia, hicieron locuras para estar juntos, tuvieron sexo tras puertas apenas entornadas en pleno centro de la ciudad, en dinteles de edificios patrimoniales, en departamentos prestados y también en un motel parejero… y se fugaron un día cualquiera hacia el norte, dejando todo atrás para acampar en medio del desierto de Copiapó hacia el interior, mientras los zorros les hacían ronda y la luna los miraba complacida… él le confesaría más tarde, cuando la pasión les permitió conversar, que estaba enfermo de amor, que no podía pensar más que en ella…que al conocerla entendió lo que era amar… ella no se atrevió a decirle que sentía algo muy parecido y que ni siquiera le importaba que tuviera una pareja…Les costaba recordar que ambos habían tenido incontables parejas, amores y amantes que no fueron obstáculo para que construyeran una nueva forma de amarse. Él, poco después enfrentó a su pareja que le espetó de frente:  Confiesa… ¡tú tienes otra! A lo que él contestó sin mayores aspavientos: ¡Si! Y tomó sus maletas para trasladarse definitivamente con Carlota.

No fue fácil empezar una vida juntos.  No porque ellos no se avinieran, sino por las familias que se opusieron con todo a la relación de ambos. Pero nada pudo minar el amor de sus ojos.  

Si, cuando mira hacia esos días, algo triste se desliza por su garganta, es triste y es dulce a la vez porque junto con el dolor de la pérdida, circula por su piel el recuerdo de la suya, le parece que la acaricia como entonces y que sus ojos se prenden de los suyos como antes… es una curiosa sensación de emociones cruzadas casi imposible de explicar.

Pero desde que se marchó quizás hacia qué universo alternativo, si es que de verdad existen, Carlota ha vuelto a sentir esta compulsión a mantenerse ocupada, a escribir sin cesar para borrar esa nebulosa culpa que le surge por ser sobreviviente y perder el tiempo que le ha sido otorgado.  Siente, sobre todo, una obligación de escribir para hacerlo feliz… Qué curioso, ¿cómo se puede hacer feliz a un muerto? Pero siente que él creyó en ella, que la empujó, la obligó a escribir, a publicar, quitándole la vergüenza, la inseguridad sobre su talento, tanto, que no hacerlo hoy es como desconocer su amor, su confianza, su fe.  Por eso, cada vez que brota esa flojera, esa lasitud que se le hace cada vez más amiga, la espanta con rapidez y poniendo sus dedos sobre el teclado, empieza a deslizar pensamientos que se convierten en frases, en versos, en relatos que no sabe de dónde vienen y rara vez al comenzar, tiene idea de a dónde van.

Hace días una hipersensibilidad extraña inmensa y profunda crece desde su interior y todo la hace llorar con una sensación de adiós.  Ha llorado con la despedida con honores de Estado a Jean Paul Belmondo, allá en Francia, como si fuera alguien que formó parte de su vida y quizás es porque se va la vida que conoció mientras él vivía y actuaba.  Lloró con Volare la maravillosa película sobre Modugno y la historia de esa increíble canción que se conoció como Volare pero  cuyo nombre siempre fue Nel blu dipinto di blu (sonidos de una musicalidad única) y sabe que es porque el mundo que vivió se ha empezado a marchar hace añares.  Es cierto que la vida está jalonada de partidas, pero algo le ocurre y ha empezado a recordar como en un rosario que se despliega a tantos amigos que se le aparecen en las tardes mientras escribe.  La visita Enrique, con sus bucles rubios cayendo sobre los hombros y que quiso volar cuando apenas cumplía los 23 años y de un balazo consiguió pasaje a otro universo; también la bella y triste Iride que quiso soñar y luchar por un mundo más justo y junto a su hijo nonato, con apenas 30 años,  desapareció en la selva de Guatemala; los acompaña la bella y frágil Emilia, cuya espiritualidad y luz la hicieron volar una madrugada de domingo  desde las alturas de un edificio en plena avenida Providencia para entrar en algún universo que vislumbró en sus delirios.  Ellos optaron por partir y dejar en sus amigos el recuerdo de su imagen eternamente joven, hermosos y soñadores, no tuvieron tiempo de volverse cínicos ni ver cómo sus pieles se arrugaban y sus cuerpos enfermaban.  Luego, vinieron aquellos que no querían viajar al más allá, que amaban sus existencias, pero la vida decidió por ellos y así, Erick partió  víctima de un cáncer al riñón fulminante que le robó la vida antes de cumplir los  cuarenta y también William, su hermano amado que se fue a   causa de un accidente automovilístico.  Todos ellos se fueron jóvenes, y dejaron marcas profundas.  Pero curiosamente, el dolor que se monta sobre sus recuerdos es, a estas alturas, menos doloroso que las partidas de estos últimos años… se sorprendió con la súbita partida de José Miguel, el hombre que amaba la vida, las mujeres, las artes y a Cartagena por sobre todas las cosas.  El amigo que los acogió, que construyó una cama de piedra para que ellos no pudieran romperla y con el cual compartieron tantos fines de semana, días de locura, belleza y autodestrucción entre el canto de los barítonos, el recitar de los poetas y las libaciones de artistas de todo tipo en las alturas de la Caleta San Pedro enmarcados por ese mar de ensueño y las gaviotas que devoraban las sobras en la terraza estilo belle époque.  Brutal es el dolor que le causa pensar en la muerte de Jorge, el filósofo, el periodista, el maravilloso analista político que vivió su vida luchando con la bipolaridad y sus últimos años fotografiando la belleza de Portugal y recorriendo ese París que conocía como su lugar de nacimiento, para morir un mediodía cualquiera en una farmacia de barrio chilena donde acudió para comprar un medicamento y un ataque cardiaco lo sorprendió para llevarlo a otras tierras.  Carlota casi perdió el control del vehículo que conducía cuando le avisaron que estaba agonizando.  Habían conversado para tomar un café, media hora antes de su muerte, al despedirse hasta el otro día.  Echa de menos sus ácidos comentarios sobre la humanidad, su cinismo frente a la política mundial y sus eternos deseos por comer una marraqueta con palta cuando volvía a Chile.  Y luego, luego se fue Macarena, su amiga de tanta vida que un día murió fulminada por un infarto que no dio tiempo ni para llorarla… se enteró de su muerte caminando por una feria libre donde se abastecía y para recordarle que almorzarían juntas la llamó a su celular. Contestó su marido y entre sollozos, le narró el hecho.  No supo qué compró ese día… tampoco le importó mucho y llegó a su casa a escribir un panegírico porque necesitaba hacer algo, pero que, como todas las cosas que se escriben sobre los muertos, le pareció tan banal que prefirió guardarlo entre otros papeles de su escritorio.  Y luego vino la sorprendente, desconcertante y espantosa noticia de que ÉL sufría de un cáncer, no un cáncer cualquiera, uno que ya estaba en etapa cuatro, la más avanzada… sin vuelta, salvo un milagro.  Y el mundo se le derrumbó a pedacitos, más bien estalló en pedazos… No pudo llorar frente a él que con el coraje que siempre enfrentó la vida le dijo que seguiría peleando… pero ella sabía que era una lucha perdida.  Y luchó durante un año y medio y partió una tarde mientras reposaba en su brazos y la luz de sus ojos se fue apagando hasta que supo que ya no la veía, que no estaba en sus brazos, que ahí solo quedaban unos despojos sin vida … y ella no puede todavía verbalizar lo que sintió ese día y todos los días que han transcurrido desde entonces… Hay momentos en que el cuerpo se le rebela y entonces le viene una especie de agotamiento, un dolor que la hace sentir apaleada desde la cabeza a los pies, donde todas las energías parecen abandonarla, y se mete en la cama para escapar entre las cobijas a la sensación de ausencia., para esconderse del dolor que vuelve a envolverla.

Y  finalmente, en medio de este tiempo de pandemia donde la presencialidad fue un lujo escaso,  Diana, la amiga dulce y bella, cuya vida fue un cúmulo de sufrimientos en manos de su madre abusadora y perversa, y aún así  nunca perdió la sonrisa ni el amor por los demás… también el cáncer la atacó sin misericordia y con dulzura y fuerza peleó hasta que un día se negó a seguir siendo torturada y decidió entregarse a su viaje al multiverso, no sin antes despedirse.  Una de las conversaciones más dolorosas que recuerda Carlota, y donde se sintió cobarde frente a esa amiga que le pedía no estar triste, que ella se iba en paz con la vida… y le dio rabia porque sigue sintiendo que la vida le quedó debiendo mucho… pero no le pudo decir eso sino tan solo adiós porque no tenía derecho a poner una nota de resentimiento en la despedida.

Será por eso y por muchas otras cosas que siente que los muertos siguen tan cerca de Carlota que la sorprenden… es como dice,  un rosario que desgrana entre sus dedos y donde se escriben sus nombres, los nombres de los que caminaron junto a ella tiempos más o menos largos, pero que de alguna forma pintaron sus días de risas y lágrimas, de luchas y logros.  Quizás por eso se sientan a su lado mientras escribe… de pronto sonríen y ella siente que las lágrimas se le agolpan en los ojos y le pone punto final a la escritura.