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Revista de Poesía y Arte ISSN 2735-7627, Otoño Año 3. Nº8, junio 2022

El vegetalo

Este relato me lo contó mi padre, el Cucho Moreno, en aquellas tardes cuando de pequeño me entretenía escuchando sus historias:

“Debo haber tenido 7 años, vivía con mi familia en un conventillo de la calle Matucana. Compartíamos muy apretujados las pequeñas habitaciones que estaban llenas de personas que venían del campo a trabajar a Santiago; era 1933 y todavía se notaban los golpes dejados por la gran depresión. En esa época ya había empezado a ganarme sus chauchas haciéndole unos encargos a un farmacéutico que tenía su botica cerca de la cuadra. Familiares de mis padres vivían por ahí cerca, los solía encontrar en la esquina de Chacabuco con Martínez de Rozas tirados en el suelo compartiendo con otros desempleados, guapos y borrachos. Uno de esos pobres alcohólicos era un mudo que se refugiaba por las noches en el patio del conventillo donde yo vivía, le decíamos “El Vegetalo”, porque lo único que sabía decir era esa palabra. Siempre estaba curado, pero era re buen gancho. Una muy helada noche de otoño, este güeón estaba tapado con cartones en el patio, así que mi mamá me dijo que lo fuera a buscar para que no se entumeciera de frío, pero el Vegetalo no quiso, movió su cabeza de un lado a otro abrigándose con su desgarrada chaqueta.  Ni nos dimos cuenta cómo un cabro chico, hijo menor de una pareja de peruanos, había salido de su pieza en medio de la noche. Ocurre que por el centro del conventillo corría una canal que llevaba el agua hasta un potrero colindante. Entonces, el Vegetalo se levantó muy asustado y empezó a apuntar hacia donde estaba el peruanito, yo me di vuelta a mirar, podría jurar que vi como si algo lo empujara por el aire lanzándolo al agua. ¡Por la cresta que estaba asustado! El viejo me agarró de un ala y nos fuimos donde mis papás; el maestro Juan y la doña Zoila no entendían nada del alboroto porque él solo gritaba: “¡Vegetalo! ¡Vegetalo!” —señalando hacia la acequia. 

De repente me soltó, corrió como espirituado vadeando la orilla, buscando al pobrecito; como no lo encontró se zambulló en el agua correntosa y desapareció de la vista. Entonces le pude contar a mi papá lo que pasaba; la señora peruana fue avisada por mi mamá y salió llorando para el patio llamando al Angelito, que así se llamaba el niño. Todos los vecinos se organizaron en una improvisada búsqueda, uno de ellos se fue para el potrero desde donde lanzó unos gritos pidiendo ayuda. Ocurre que había encontrado al Vegetalo sujetándose de unas ramas acurrucando al muchacho. Los sacaron, el niño estaba con vida. Todos vitorearon al Vegetalo que se convirtió en un héroe por esa noche ganándose su buena sopa caliente y una muda de ropa seca. En la cara tenía algunos “rajuñones”, pero se los atribuyeron a las heridas hechas por las ramas y piedrecillas.

Sin embargo, el Vegetalo siempre estaba con cara de asustado. Resulta que los peruanos tenían además una hija, una cabra un poco mayor que yo, de unos diez años, linda la morocha, re bien encachada la Mercedes. Cuando se ponía a jugar con todos nosotros a veces le veíamos los brazos con machucones, pero nadie le hacía caso porque en esa época los adultos nos sacaban la cresta, ningún vecino se metía cuando chillábamos a “charchazos”.  La Mercedita se juntaba poco con nosotros, siempre andaba con un caracho triste.  Una vez llegó con un prendedor de perla en el vestido y le preguntamos de dónde lo había sacado.

—Me lo dio el duende que vive debajo del parrón, —nos dijo. Igual le creímos y le empezamos a preguntar cómo era. Un enano chico de como 80 centímetros, con una chaqueta oscura, a pata pelá y un gorro de paja como los que usaba el tío Lucho en el campo.  Dijo que al principio era divertido conversar con él durante la noche.  Cuando todos dormían, se aparecía al lado de su almohada susurrándole para que el Ángel, su hermano, con quien compartía la misma cama, no se despertara. Ella dijo que el duende se llamaba “Checho”, que era muy celoso e insistente. Después se fue y no la volvimos a ver al menos por dos semanas.

A los pocos meses, supimos que su hermanito casi se ahogó porque le había quitado el prendedor. Si no era por el Vegetalo esa historia habría terminado muy mal.

Pero esto continúa. Una noche de ese invierno mientras llovía a montones, la Mercedes lloraba y lloraba en su casa. Una señora gorda componedora que también rompía empachos, le estaba haciendo una limpia a la familia, la pobre chica tiritaba. Todos los del conventillo mirábamos el espectáculo con una mezcla de curiosidad y espanto porque se empezaron a caer unas cuantas cosas, una escoba, unas tazas, una silla que se dio vuelta.  Rezaban el rosario y esa letanía de “Que salga el mal, que entre el bien, así como entró Jesús a Jerusalén”, a mí me estaba dando mucho miedo.

Entonces, el Vegetalo, que estaba mirando todo eso, no se aguantó más y refunfuñando entró a la casa de los peruanos tomando en brazos a la Meche. La única que quiso detenerlo fue la guatona componedora, pero nadie más, mal que mal el Vegetalo se había ganado el respeto de todos con su valentía y arrojo salvando al Angelito. El caso es que la llevó al potrero en medio de la lluvia hasta un montón mojado de bosta de animales con la que empezó a embadurnar a la niña. El pelo, la cara, los brazos, todo, la Mercedes empezó a hacer arcadas del asco, el Vegetalo se llenó también el cuerpo con mierda.  Después se devolvió con ella y se puso a gritar debajo del parrón.

—¡Vegetaaaalo! ¡Vegetaaaalo!

Putas que estaban hediondos, pa’ mí que el güeón hasta se había cagado en los pantalones y gritaba y gritaba sin soltarle la mano. Entonces, como si se la hubieran arrebatado de un tirón, la Mercedita voló hacia un lado golpeándose en el suelo barroso.  Allí el Vegetalo se puso a pelear con algo invisible igual como lo hacen los boxeadores, saltando, bravuconeando, dando puñetazos al aire. Era súper divertido, todos los cabros chicos nos pusimos a reír imitándolo, hasta que lo vimos tropezar cayendo como un saco de papas de espalditas al suelo. Parecía que le estuvieran pegando, ¡Le estaban sacando la chucha al Vegetalo! Se quejaba, pero nunca dejó de dar puñetazos y patadas a ese ente invisible que lo estaba masacrando. En un punto comenzó a sacarse la mierda que tenía en el cuerpo formando unas asquerosas pelotas de caca que lanzó hacia donde parecía estar esa cosa que lo mancuerneaba; entonces apareció, con la bosta encima vimos una forma chica, un enano que saltaba frenéticamente de un lado a otro alejándose de las patadas que desde el suelo le propinaba el Vegetalo, hasta que se fue a la acequia y se hundió en el agua, por lo menos yo recuerdo muy clarito el ruido del chapuzón y el agua saltando cuando esa cosa se arrojó. Al otro lado del patio, el ruidoso llanto de la Mercedes se convirtió en una risa nerviosa, se levantó como pudo y fue a ayudar al Vegetalo para que también se incorporara. Ya los dos de pie se limpiaron mutuamente con las manos sin obtener muy buenos resultados. Ella solo dijo “hediondo” y se quedaron un rato bajo la lluvia mientras todos mirábamos espantados. Nunca nadie volvió a molestar a la Mercedes y nunca más volvió a aparecer con los brazos moreteados”.