A Bruno Serrano, nunca a Vidal
ANOCHE TUVE UN SUEÑO LÚCIDO.
Tan real era como el fantasma infatigable
que recorre estas aldeas humeantes y de pocas luces,
iluminadas hasta el estertor;
es decir, tan real como tú,
según predicaba una telenovela
falsamente gitana y nacional,
hace un par de años jamás mozos.
Anoche tuve un sueño lúcido
y no estaba soñando:
Sentí el relinchar de los caballos
bufando airosos o perdidos,
olía todo a quemado alrededor,
crepitaban las rukas y la lana de pu ufisha.
Eco de afafanes, en lo cercano.
¡Yo era el desierto
que nunca tuvo por cielo,
Atacama alguno para ofrecer!
Tañi püchi piwke pinza mew,
subía y bajaba a velocidad de trueno,
por la autopista Chile,
como cantó drogado el maestro Hendrix,
pero no era nada para la risa:
¡Vuelvan a la carne ardiendo,
que por ella ahora,
en lenguas no sabemos!
Sobre la colina edificada era todo llamas.
Hombres de edad incierta se replegaban
buscando estrategia, cuando lo vi aparecer.
No venía del espacio,
sino de la domadura,
cabalgaba como si el caballo y él
fueran uno y lo mismo:
Todas sus danzas eran también batallas,
purrun ka weychan,
choyke & kollella,
y tenía cada diente puesto en su lugar.
¡Leftxaro, Leftxaro!,
me vi gritando eufórico junto al resto.
No cabía en mí tanta emoción.
¡Todas las balas se van a devolver!,
reímos gritando cual posesos,
derribando drones que escapaban
de las pantallas que los manejaban,
en pleno siglo veintisiempre.
Cuando apareció Leftxaro,
los otros no creyeron:
Al coronel chileno alemán
le hablaron de él con orgullo
en la Escuela de las Américas,
antes de llamarse Pedro
y volver a Tucapel.
Pero estaba baja la moral esta vez,
y sin casi creerlo,
les estábamos dando franca warangka.
Entonces, otro puñado de sicarios
apareció tras la colina.
(Las malas nuevas
bajan desde el pikun,
por eso estiramos la pata
mirando hacia el puel).
Venían con sangre en el ojo
buscando a Violeta violar.
Ellos eran muchos caballos[i],
y bufaban rabiosos como los perros que siguieron.
Y rabiosos se fueron gritando cuesta abajo,
diciendo no sé qué necedad,
cual garabato impronunciable en su labia ordinaria,
buscando infundir miedo.
Pero el cuero acá,
recio y yerto, nunca llano,
hacía al miedo brillar,
por su propia ausencia.
¡Terror mucho, miedo jamás!,
invocábamos;
mientras ellos: ¡Siempre vendedor, jamás vencido!
Mas el mayor tenía la clase
que no se compra con pie e intereses mediante.
Llevaba toda una ciudad con su nombre
y también colegios y preuniversitarios,
aunque no lo supiera.
Lo dejaron solo, a decir verdad.
Ni los drones se acercaron a auxiliarlo.
Bien valía un mártir para sellar la ocasión
y que la historia remistifique.
Hablaba expeliendo el veneno
de quien se sabe acorralado;
víbora maltrecha que no da su brazo a torcer,
jadeaba maldiciendo por no pedir piedad,
odiaba por ineptas, fútiles e irreales,
las mecánicas moscas voladoras que lo antecedieron
y fue necesario dar rienda suelta
a todo lo viviente, para voltearlo.
Lo rodearon como al pez gordo que era:
¿Y quién te crees tú para definir los límites de la tierra?
¡Codicia tanta vimos hasta ahora jamás!
Llamemos a tu otrora plebeyo para que por ti decida.
Cuando apareció Leftxaro,
al otro se le cayó la quijada.
Y a los pies de un txiwe en ascuas,
rogó invocando a su monarquía predilecta,
su escudo de armas y a su lejano dios
de doce tribus perdidas,
ser muerto por cualquiera menos por él,
orgulloso como era hasta el fin de sus días,
que acabarían ahí mismo.
Pero Leftxaro,
infinitamente paciente,
se puso a cavilar y a conversar
acerca de qué haría con este símbolo
sacado de billete fuera de circulación.
Y alrededor del kütralwe,
hicieron nütram y pidieron ngülam.
Le ofrecieron un mate que rechazó,
pero la carne la comió gustoso,
antes de escupir al suelo,
por vez última y jamás.
No lo mató Leftxaro con sus propias manos;
no le cortaron los dedos como a Víctor Lidio Jara Martínez,
no le arrancaron los pies como a los padres del toqui,
no lo arrojaron a la mar como a Marta Ugarte,
no lo empalaron en la pica como a Kalfülikan.
Pero le llenaron de oro y fibra óptica el estómago,
para que se supiera que nadie es profeta
en tierra por su nombre y voluntad, expoliada,
que si corren los cercos
a punta de máuser y hellfire,
les va a caer más lanza que hackeo encima
y que llevan fecha de vencimiento,
todos sus loteos.
VI A VALDIVIA MORIR DE NUEVO:
Sus ojos ensangrentados,
manando envergaduras
y la hiel ardiendo como metal precioso
a lo largo y ancho de la faringe Chile.
Vi todo el oro de las minas Madre de Dios,
la segunda en ley más rica del continente,
fundirse en la garganta del idioma castellano;
la regla fiduciaria del timbre comercio
bajo la temperatura del delirio, vi también,
en el sueño más lúcido, ventura vida.
Como Curalaba,
Tucapel fue toda una victoria,
para estas tierras quemadas y empecinadas,
mas luego empinecidas,
y desde entonces, terribles.
Y se hizo al fin justicia,
como luego solo con Guzmán.
[i] Ellos eran muchos caballos es el título de una novela del brasilero Luis Ruffato, publicada el año 2001 en San Pablo por la Editorial Boitempo; la cual —a su vez—, debe su título a un verso de la poeta Cecília Meireles.