Ensayos y opiniones
Mi amigo Richard Bautrigan
Mis amigos están parados en todas las edades; cuando quieren caminan silenciosos por mi pieza, mirando sobre mi hombro lo que escribo. Muchas veces he sorprendido a Teófilo Cid sentado en un rincón, observándome con su cara escrutadora y descreída; seguramente conoce mis limitaciones. Giovanni Papini me recita, una y otra vez, su poema por el sexto centenario de Dante; esto porque me atreví a decirle lo injusto de que no se revisaran varios de sus trabajos líricos y no se los valorara de mejor manera. Con Philip K. Dick miramos el cielo a través de la ventana, junto a mi gato; nos sorprendemos los tres cuando la luna parece querer despojarnos de una conversación que nunca hemos emprendido; ¿para qué? Flaubert y Georges Perec siempre vienen juntos; se hicieron amigos cuando el mayor huraño de Rouan me visitaba. Perec no pudo soportar no hablar con él y declararle su devoción por Trois contes y Bouvard et Pécuchet. Con Francisco Umbral siempre abuso; le pido que me cuente el mismo chiste una y otra vez; el del escritor enamorado de Lola Flores; que cuando fue entrevistado por esta se sintió como un niño al que le hubiesen dado el más maravilloso de los regalos. Un niño en plena pubertad, se entiende. A los pies de mi cama también conversan los dos Panero; Leopoldo y Leopoldo. Yo no me meto. Sería ridículo siquiera prestar atención a lo que se están diciendo. Exigir una verdad muchas veces es no querer escucharla, como hizo aquel Poncio Pilatos con otro de mis grandes amigos.
Todo esto casi siempre ocurre de noche. Pero las mañanas le pertenecen a Richard Brautigan; el más dulce de los habitantes de este espacio que alguna vez creí únicamente mío.
Largo, realmente largo es mi amigo, como la península donde se ubica la ciudad de Tacoma, en el condado de Pierce. Rodeada por el océano Pacífico. La «Ciudad del Destino», conocida así por haber sido terminal para el ferrocarril del norte en el siglo XIX.
El destino de Richard Brautigan era el viaje; el desplazamiento continuo. Junto a su familia —su madre, sus diferentes padrastros y sus hermanos: Bárbara Ann, Sandra Jean, William David—; recorriendo el Noroeste de Estados Unidos, buscando dejar atrás la pobreza, el hambre.
Un recuerdo de infancia importante para mi amigo es cuando fue abandonado junto a Barbara Ann en un motel de Great Falls, en Montana. Sin comida ni explicación posible, su madre los dejó para volver a los dos días, como si nada hubiera pasado.
Pero no es necesario que las explicaciones conduzcan (ad literae) a nada; incluso él lo expresa mejor que nadie, como fábula descarnada, en su poema The galilee Hitch-Hiker, donde el propio Jesucristo, quien había estado haciendo dedo, le pregunta a Baudelaire: ¿Where are you going?, metiéndose al asiento delantero del Model A, que el más dandi de los poetas conducía cruzando Galilea. «Anywhere, anywhere/ out of his world!» termina por responder el autor de Les fleurs du mal. Un encuentro y una conversación que debía darse, pues el destino suele tener dos consecuencias: una incierta y otra carnavalesca.
«I´ll go with you / as far as / Golgotha» / Said Jesus. / «I have a / concession / at the carnaval / there, and I / must not be / late.» Termina manifestando en la primera parte de las peripecias del poeta maldito y el rebelde de galilea.
Los poemas de Brautigan a veces parecen haber sido escritos por un niño, lo que, en este caso, es el mayor de los elogios, porque decir «parece» es todo el cuento. William Wordsworth, al teorizar sobre la escritura, decía que las diferencias debían ser inteligentes y el lenguaje cotidiano; que obviamente el habla usual dentro del ejercicio literario era algo muy importante, ya que entregaba el «material» con el que se trabajaba, pero que también había que reconocer una tradición en aquella cotidianeidad; y que, más aún, decir «tradicional» es lo más cercano al uso extendido, a troche y moche, de la pedantería literaria, tan alejada de la «inteligencia» a la que se refería el autor (no el único) de Lyrical ballads.
Yo creo que The galilee Hitch-Hiker por supuesto fue escrito por un niño, quizás por el mismo abandonado en un motel de Great Falls, esto porque la poesía es un recurrente itinerario sin tiempo; una posibilidad cierta de convertir un recuerdo, una duda, una sensación que se repite en su daño —no en su idealidad, como la magdalena proustiana—, lo irremediablemente traspuesto al hablar de la poesía (vuelvo a insistir, no el trabajo analítico-biográfico como en A la recherche du temps perdu); algo que ni siquiera tiene que ver con el tiempo, sino con la temporalidad, es decir, con la contracara de lo que puede ser un recuerdo: la presencia sostenida y sensible de un hecho.
El poema sobre el encuentro del más satánico de los poetas con el más humano de los dioses es, entonces, la relación de dos conceptos: idea e interpretación en una situación cotidiana; el autostop y la compañía, en confianza, de un viaje que puede y debe ser compartido. Las figuras del dicho viaje deben haberse reconocido y, más que eso, deben estar en la órbita del poeta francés que, en este caso, también es mi amigo Richard Brautigan. Todo esto en cuerpo e imagen latente, como la tragedia de un tiempo indeterminado tras el abandono por la madre.
The galilee, en todo caso, tiene una segunda parte; una trasposición de la experiencia del viajante y poeta en su única materia contra-temporal. Es en la sordidez del abandono (asumido y, más que eso, buscado) que Baudelaire, alguien que es la representación del movimiento y la gracia poética continua, termina en un hotel de San Francisco esperando en una puerta con un vino de un millón de años, que «podría recordar a los dinosaurios», en la mano. Después vienen una tercera, cuarta, quinta, sexta, séptima, octava y hasta novena parte, donde el poeta francés vive en los barrios marginales de Tacoma, en 1939 (cuatro años tenía Brautigan en aquel tiempo; y fue el año en que nació Barbara Ann). Luego Baudelaire pone un puesto de hamburguesas en San Francisco. Después el poeta afirma que en los ojos de los gatos se puede leer el tiempo, por lo que compra una joya de felino siamés para colgarla a su cuello en una cadena de oro, como amuleto, tal vez. El tiempo y la personificación del poeta maldito con el que escribe es una extensión de quien lo admira y lo sigue; algo tan sencillo como reconocerse y hacerse parte de la inquietud de cada uno de los implicados, en este caso un autor estadounidense de mediados del siglo XX con un poeta parisino del siglo XIX.
Algo que mi amigo Richard Brautigan extremará en su obra narrativa, donde un tratado de pesca puede ser la alegoría americana en su más recóndita pertenencia; las dudas de un General Confederado del sur; un motivo para reconocer territorios humanos; un detective en Babilonia; una nueva ucronía poética donde la paradoja es la más dulce seriación de tipos humanos que pueda existir.
Leer alguna vez fue buscar y presentir emociones; hoy, cuando lo efectivo de los discursos se pierde en la peor de las vistas y en el más sordo de los oídos, poca sorpresa mueve a los verdaderos lectores (considerando, sobre todo, que pronto habrá más publicaciones que quienes en realidad buscan la emoción o cualquiera de los estados que un buen libro producen).
Mi amigo lo sabe, antes que nadie lo supo, quizás por eso cada mañana se me aparece para mirar sobre mi hombro lo que escribo.