El templo se llenaba de logias y pañuelos
de beatas y espermas y extrañas banderolas
de mandiles y velas en las filas de escaños
y al medio en los pasillos tras las frías columnas
templarios de hojalata
órdenes de caballería que hoy día no serían
un club de conductores con su parafernalia
de botas de montar y mozos de alazanes
y petos, parapetos y un aire a capellar
ocultado en espadas silenciosas, rastreras
que alguna vez yo vi en hotel salmantino
en la Plaza de don Juan XXIII.
Salamanca me fue entonces la vera instalación de aquesta España
oscura, pedregosa, pesada como iglesia
con el deber impuesto desde arriba
y una culpa inmanente y rigurosa que en verdad
valíame callampa.
Y enfrente aquesta otra la del conocimiento de la historia
desnuda y gozadora de jabalí y de ciervo
libres por la campiña, hierbajos y viñedos
la Castilla que amé y que sabía propia
la del celta extranjero establecida.
Pero estaba en Con-Cón y en estos lares
ni existe alguna Corte ni siquiera
un buen par de ambulancias reparadas
y su iglesia es capilla donde entierran
a este joven Bernal que era vicario
del obispo del Puerto a los cuarenta
¡Qué desdicha!
El único amigo cardenal de mi parroquia
que pude haber tenido
que merecía el cielo
si acaso las campanas de ese cáncer
no lo hubiesen llevado tan temprano
y en tan goyesco séquito.
(de ”Ciudadano discontinuado”)