Un día cualquiera, —pudo haber sido el más bello (de no andar por los desafiantes cielos que el gran Horacio desconocía)—irrumpieron ellas, Las Malignas, muy malignas, de la mano de la ira de Dios, —dijeron—.
¿Cuál dios, pregunté?
ya lo sabrás, tiempo al tiempo,
respondieron a coro.
La sentencia voló por los aires,
una estela de incendiarios pensamientos se esparcieron por mis días y mis noches:
Tuve miedo y el amor resplandeció como nunca:
estaba escrito, volvería a la tierra esencial y a un cosmos hipotético, en suspenso, como toda ilusión que gira alrededor del deseo.
Volvería a ese inútil furor al que tanta vida arrojé cuando conocí a esa bella ragazza
que tan solo quería un poema de amor imposible.
Era el tiempo en que también conocí a l’ancianne terrible saliendo de una tabaquería,
nos reconocimos como dos autistas
queriendo vivir en los tiempos de Lord Byron
rengueando por Cintra,
pero sucedió lo inevitable;
de vuelta ya de unos sueños irrisorios
nos perdimos para todo tiempo y espacio
y fuimos a dar con la más real de las cantinas,
era nuestro sino, nuestra hora señalada.
Ahí mismito nos dejamos de pendejadas:
nos fuimos de copas recordando a los excepcionales Bárbaros.
De amanecida ya, echando fuego por los ojos, ametrallamos el puto cielo
cantando insurgentes rancheras de la revolución Mexicana.
Después de la borrachera y la resaca
Todo encajó en todo armoniosamente.
Era la buena vida, y yo no lo sabía
hasta que llegaron ellas,
Las Malignas, muy malignas, de la mano de la ira de Dios, —dijeron—