Uno
Aprendimos a escribir en la corteza de los árboles; a leer los mensajes que penetraban hasta la espesura del bosque. Había que tener coraje para alimentar fogatas con esperanza. Aprendimos a sobrevivir cuando la libertad era un fuego encendido en cada esquina.
Dos
Había que desconfiar de aquellos que escuchaban con atención y luego abrían una libreta llena de memorias ajenas y telarañas. Había que desconfiar del vecino de copas, de la señora amable en la fila del banco, de las rubias seductoras. Había que desconfiar.
Tres
Nadie pensaba en ilusionistas ni mercaderes. Simplemente nos impulsaba el aliento de la camisa libertaria. Nadie habló de poder ni de las sonrisas huecas del arcoíris. Porque queríamos ser libres rayamos consignas en los muros y aprendimos a desconfiar del ulular de las sirenas. No importaba apostar la cabeza y los huesos, ni correr de casa en casa para cumplir las citas clandestinas. Y todo eso en medio del horror. Y todo eso a cuenta del amor. Nadie pensaba en ilusionistas ni mercaderes.
Cuatro
A la hora convenida llegaba a la casa que tenía una luna de cartón colgada en su ventana. Miradas, sonrisas y el silencio de sus moradores, cuyos nombres no importaban. Siempre invocábamos a la familia para saber que no estábamos solos. Sobre el mantel de género solía haber una marraqueta tibia y una taza de té. Comíamos en silencio antes de pasar al estado de las cosas y las ineludibles tareas del momento. Todos teníamos un lugar en la que algunos llamaban la batalla. Al final había manos que se estrechaban y cierta esperanza que impulsaba mis pasos mientras me alejaba de la casa que lucía una luna de cartón en su ventana.
Cinco
La confianza estaba dibujada en las miradas, en la manera de entonar ciertas palabras o de atisbar el peligro a nuestras espaldas.
Seis
Un nombre, dos, la identidad sumergida en el anonimato. A veces, en la oscuridad de una calle había que olvidarse de hogar, padres y compañera. De todo, menos de la contraseña y de ese nombre que era una manera de mencionar al otro, al que se quedaba en casa, temeroso.
Siete
Un fantasma recorre las habitaciones. Desde la calle llegan voces. Atisbo tras la cortina. No pasa nada. Nadie ha dicho mi nombre ni preguntado por el color de mis ojos. Convoco al sueño. El silencio me perturba. Me cuesta hablar conmigo mismo; fumo. Al alba abro las cortinas de mi casa. Desmejorado, alisto mis pasos, bebo agua, anudo mi corbata. Soy de nuevo él que todos saludan. Salgo a la calle. Doy unos pasos. Tengo miedo.
Ocho
Horacio, Martín, Javier. Muchos nombres y un solo cuerpo abrigado por la esperanza.
Nueve
Había que escribir el símbolo de la rebelión en los muros. La letra, el círculo, el trazo rápido, luminoso, como una estrella fugaz en el cielo.
Diez
Perdidos en la noche. Silencio, sombras y en apariencias, nada más. La oscuridad nos enseñaba a reconocer la fragilidad y el miedo.
Once
Después de todo, y pese a la vida misma, por amor rayamos el muro prohibido.
Doce
Como dice un texto de Rilke, escribí contra el miedo y contra la noche.
Trece
Los temores quedaban atrás cuando me unía a la marcha. Hombro con hombro, sonrisa con sonrisa, marchaba por la calle, a pesar del humo de las bombas y de la prudencia aconsejada por los que se quedaban en sus casas analizando la correlación de fuerzas.