La venganza de los sardos

“Shâh mâta”, significa “el rey está atrapado”.
 O, shájmaty. Jaque mate.”

        A veces lo invade la certeza de que todo no es más que un espejismo. Y que las cosas suceden en realidad en otra dimensión. Al menos para él, que vive entre dos aguas, siempre ha sido así. Llega la primavera, mayo asoma en el horizonte y desde la ventana del Hotel observa las aguas del lago iniciando el deshielo ¿Aquello le preocupa? No. En modo alguno. Tiene clara conciencia, una lucidez terrible, no se engaña: fue visitado por la desgracia. Y, no se puede contra lo que no se puede. Algunos por ahí sostienen que sin dolor es imposible aprender nada. Y sabe que esta temporada en el infierno se la debe al pequeño genio malcriado de Brooklyn. Un hombre que creció sin hacerle jamás una concesión al prójimo. Cuantas veces en medio de un concierto, mientras arranca de un piano los acordes de una sonata de Chopin o en tanto arremete con los Suspiros, de List, y los dedos -arañas voladoras- revolotean sobre el teclado, rozando apenas, o más bien señalando las teclas blancas y las teclas negras, con los ojos muy abiertos, casi en estado de trance se le concede atisbar sobre el tablero a las legiones de peones: el ejército sardo avanzando en victoriosa marcha sobre territorio enemigo. Todas aquellas batallas irreales, imaginarias, al ritmo vibrante de una melodía que sube en creccendo y cobra volumen, inyectando intensidad al ambiente. El dibujo de las posiciones sobre el tablero siempre varía y se transforma acompañado de acordes musicales, arpegios que semejan bandadas de avecillas trinando por doquier y de pronto, sobre los escaques, de un modo casi inesperado, se alza una nota grave, definitiva, con el aspecto trágico y rotundo de la muerte. Instante señalado para la caída del monarca. Una combinación que culmina con un Rey desplomándose a los compases del nocturno de Chopin. Siempre Chopin. Y cada movimiento de un trebejo corresponde a un acorde específico. A una serie armónica. A una melodía que como un vendaval azota suavemente el tablero. Ahora no podría aseverar que ha sido feliz, pero sí ha conocido la plenitud y sobre todo la intensidad. ¿Qué sería de una vida sin vértigo ni pasión? Una existencia sin intensidad sería equivalente a no haber vivido. El momento en que un peón avanza de la casilla seis a la siete, es, en esencia, la culminación de algo que sucede en otra dimensión o en otro nivel de realidad 

  En el fondo los ajedrecistas siempre le vieron como un músico, uno que tocaba el piano, un pianista. Por su parte, los músicos lo consideraban un ajedrecista; un hombre ensimismado delante de un tablero moviendo los trebejos. De ambas partes se empecinaban en mirarlo como un aficionado, aunque era profesional, un especialista en ambas disciplinas. Me sentía feliz de navegar entre dos aguas, porque al final del día tenía amigos en cada orilla sin que nadie se molestase en verme como un enemigo. Aquel verano tomé un descanso luego de coronarme campeón del Torneo de Ajedrez de la URSS que se jugó en el Palacio de los Pioneros de Moscú, acompañado de mi esposa, la bellísima Lyuba, acepté realizar una pequeña gira y ofrecí unos conciertos de piano en Estrasburgo, Rotterdam y Copenhague, aún los veo, el público de pie, ovacionando. Regresé a casa cargado de energías. Optimista, pero eso no debe extrañar porque yo siempre soy optimista. Creo que lo heredé de mi madre. Para ella nada podía salir mal, jamás. Y me preparé para viajar a Canadá. La Federación Internacional de Ajedrez había decidido que ese encuentro tendría lugar en Vancouver, en dependencias especiales que ofrecía la principal universidad de la ciudad y, además, vecina al país de origen del otro retador: la pequeña bestia de Brooklyn. 

 Estoy habituado a considerar aquel diminuto universo de sesenta y cuatro casillas como el espacio donde por definición sucede una guerra: se enfrentan ejércitos blancos contra ejércitos negros. Lo aprendí en la exclusiva y prestigiosa Academia Botvínnik. No obstante, poco más allá, en el mundo real, ese que sucede en las calles: el mundo de todos los días se debatía en una guerra. Una guerra real. Sin explosiones ni disparos. Era una guerra fría. Y la vida que hasta ese momento llevaba de forma apacible, encontrando siempre espacios para desplegar mis talentos musicales y ajedrecísticos, de pronto se vio oscurecida. Desde el campo enemigo surgió una Bestia Negra, implacable, sedienta de sangre y que no concedía respiro ni tregua. 

 Abro la ventana para disponer de una mejor visión. El lago parece revivir, las aguas cambian de tonalidad y hasta brillan diferentes, el aire aumenta de temperatura y se siente agradable y cálido. Desde aquí resulta curioso, en aquel entonces había realizado una gira ofreciendo conciertos de piano clásico en varias capitales europeas. Una gira exitosa. Tenía sobre mis hombros haberme coronado dos veces seguidas campeón de la URSS, en la Tierra entera no existe otro lugar tan duro e implacable para jugar ajedrez. Y, todo aquello desapareció en la nada.  Jamás sucedió. La memoria es injusta. Fui aplastado por una avalancha. El mito vivo de Brooklyn acabó conmigo.  Después me condenaron a fregar pisos en este Hotel. Pudo ser peor, el paredón aguardaba.  Salí con vida a cambio de asear baños, mantener brillantes los espejos y pulir perillas de bronce. Limpiando los vidrios de esta ventana veo ingresar la primavera. Me quitaron el sueldo de deportista de elite y lo peor fue que también perdí a mi bella Lyuba. Han transcurrido dos años y en breve se disputará otra Olimpiada de Ajedrez, aquí mismo, junto al lago y algunas delegaciones extranjeras se hospedarán bajo este mismo techo.

La mañana que salí para el aeropuerto rumbo a Canadá, me vino a recoger una limusina negra impecable, reluciente y poderosa. Y, en las esquinas se reunían grupos de niños, adolescentes y chicas agitando banderitas y algunas personas que se cruzaban en mi camino me solicitaban que les firmara una hoja de cuaderno o una servilleta. Se les notaba con mirarlos, se sentían orgullosos de tratar con un ciudadano soviético que era “el elegido” para poner de rodillas al imperio norteamericano. La bestia de Brooklyn ya había dejado a varios tirados en el camino. Había llegado mi hora. Yo encarnaba las esperanzas. El campo de batalla aguardaba en Vancouver. Aunque parezca curioso yo me sentía optimista. Con Lyuba hicimos planes para después. A mi regreso nos iríamos a pasar unos días a una Dacha en el Mar Negro. Pocos lo vieron venir, en aquel torneo, el pequeño demonio de Brooklyn obtuvo, para desgracia de sus rivales, la más amplia superioridad que ningún jugador haya conseguido en toda la historia de las competencias de ajedrez. Jugar contra él era equivalente a enfrentarse a una implacable máquina de exterminio. Experimenté el terrible sentimiento de encontrarme ante un robot que jamás cometía errores. Me hizo polvo. Era un reactor atómico y nada lo detendría en su marcha triunfal.  Ningún jugador moderno había recibido semejante paliza en todo el siglo XX. Por eso el Kremlin comenzó a dudar ¿No se habría vendido? ¿Falló la ideología? o acaso simplemente había comenzado a soñar con las maravillas del mundo occidental. ¿Acaso se preparaba a dar el brinco…?

 El resultado fue 6 a 0, no pude conseguir siquiera una tabla. Un mísero empate Parecía una anomalía, un suceso aberrante destinado a no repetirse jamás. Fue así también como los talentos quedaron apilados en el rincón de los escombros.  Las seis partidas perdidas irremediablemente en Vancouver destruyeron su destino y acabaron para siempre con su vida. Nunca más sería el mismo. Se había convertido en la primera gran presa del depredador de Brooklyn en su marcha a coronarse Campeón Mundial. Muchos años más tarde, ya anciano escribiría una crónica sobre ese oscuro capítulo y la publicaría bajo el título Cómo me convertí en la víctima de Fischer. Porque contra el pequeño demonio de Brooklyn no era cuestión de jugar ajedrez, era cuestión de sobrevivir.
 
Lo que hizo saltar las alarmas en el Kremlin fue que “el elegido” perdiera de manera tan aplastante: El cero en el marcador destellaba de un modo humillante. Y, además, otorgaba al imperialismo un material de inapreciable valor propagandístico en el apogeo de la guerra de Vietnam.  De elegido me convertí en apestado. Los representantes de la Plaza Roja adoptaron de inmediato severas medidas: nadie fue a recibirme al aeropuerto, tampoco mandaron la limusina a buscarme, tuve que regresar a casa cargando mis maletas por el metro. Quedé al borde del precipicio mientras la nomenclatura examinaba el caso. Recibí extrañas llamadas semi oficiales insinuando o amenazando que aun podían acusarme de traidor. Sería juzgado como tal:

Dejé de tener derechos civiles. No podía viajar al exterior: ni siquiera a conciertos. Los medios de comunicación recibieron orden de no volver a mencionar mi nombre. Continuaba respirando, pero estaba muerto. Para las autoridades resultaba inaceptable que un Gran Maestro soviético perdiera de esa forma. Y ante un advenedizo. Carecía de explicación política. Por lo tanto, me convertí en objeto de calumnia; se me acusaba, entre otras cosas, de leer libros de Solzhenitsin en secreto. Se me apartó de la sociedad.

        Fue la época en que perdí a la bella Lyuba, mi mujer.
       Ese fue el instante en que la vida efectuó un giro y el fantasma de la tragedia ocupo su silla en mi destino. De modo que no se extrañen si notan un dejo de melancolía en mis palabras.

       Lo que continúa no es cuestión de manuales ni de preceptivas éticas o morales y tampoco de cambios climáticos. Por supuesto transcurrieron semanas, meses, llovió copiosamente y hasta cayó nieve. El viento sopló, arrastró hojas secas e hizo inclinarse a los delgados tallos de la primavera. Y de pronto, un día soleado las callejuelas aledañas al lago, los apacibles tranvías y hasta las dependencias del Hotel desbordaban de personas atribuladas por la curiosidad y la expectativa causada por el inicio de la Olimpiada de Ajedrez y la presencia de numerosos y connotados jugadores GMI provenientes de las regiones más disímiles del planeta. Por supuesto mis labores se dispararon a niveles increíbles, había que velar de día y de noche para que los pisos relucieran como espejos, que las habitaciones estuvieran adecuadamente abastecidas y que nadie encontrara pretextos para plantear ningún reclamo. En las horas de juego el bullicio disminuía, volviéndose casi imperceptible. En las jornadas libres el gentío arreciaba en las calles, la gente salía a pasear o a comprar cachivaches o algún souvenir, muñecas rusas, cachimbas artesanales, tableros y trebejos tallados en madera. En el Hotel quedaron hospedadas varias delegaciones, una de ellas era el equipo norteamericano. Un grupo de jugadores de excelente nivel. Que solían quedarse hasta altas horas de la noche discutiendo las partidas jugadas durante la jornada o analizando las posiciones suspendidas para el día siguiente. Como bien saben los aficionados al ajedrez, el análisis previo decide el destino de la partida.  La Olimpiada se encontraba en la última ronda, la URSS y USA disputaban el primer lugar, Justo se habían enfrentado aquel día con un resultado parcial 2 a 1 para el equipo americano y la partida más importante de los primeros tableros había quedado suspendida. La movida secreta, firmada ante el árbitro y guardada en el sobre la había efectuado el maestro ruso. Al ingresar a la habitación trayendo la bandeja con tazas de café y copas de licor y bebidas que habían ordenado, mientras servía las tazas y copas de cada uno no podía evitar escuchar los nerviosos y apasionados comentarios que expresaban analizando la posición en el momento de suspender que se desplegaba sobre un enorme y hermoso tablero de piezas talladas en madera. 

 Uno de los jugadores americanos, con marcado acento neoyorkino, explicaba que si el ruso había efectuado la movida correcta -y avanzaba un peón- no había nada que hacer. Ya podían despedirse del primer lugar.

  • Pero cómo no va a existir defensa contra eso, -Reclamaba uno de pelo plateado- y movía un caballo. Miren, esta detiene cualquier progreso…
  • No, -replicaba, el de acento neoyorkino-, contra esa tengo esta mandarina.
  • Sí, no queda más que firmar.
  • Adiós primer puesto…

En eso se encontraban, como yo mismo solía hacer con mis compañeros de equipo en tantas otras ocasiones. Y, en silencio los miraba en tanto les pasaba las tazas humeantes y las copas de licor. No reparaban en mi presencia. Ni siquiera me veían. Yo era invisible. Aprovechaba de analizar la posición sobre el tablero. Era el resultado de una típica apertura Ruy López o Española, variante cerrada, donde luego de las simplificaciones aparecen peones aislados en el flanco dama. La había estudiado numerosas veces en el instituto Botvínnik. La consideraba mi arma secreta contra el uso y abuso que hacía la Bestia de Brooklyn de las aperturas abiertas de peón rey. Pero en Vancouver no se presentó la ocasión de jugarla. Los escuché debatir otro largo rato: se veían desanimados y se consideraban irremediablemente perdidos. Entonces, por primera vez en mucho tiempo me sentí optimista.

  A modo de introducción carraspeé ligeramente y dije: Si me disculpan un poco, les puedo mostrar esta movida. Desplace un alfil sobre el tablero y les di suficiente tiempo para que la consideraran… Se puede apreciar que detiene la amenaza, seguida de esta otra, introduje una torre en séptima y alzando la voz dije -En toda la farmacopea del ajedrez no existe ningún antídoto contra esto- permite ganar el partido en pocas… 

  Los jugadores americanos por primera vez alzaron sus cabezas y me observaron. El que hablaba con acento neoyorkino, exclamo “A usted yo lo conozco”.