EL EXTRAVÍO DEL HOGAR
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EL EXTRAVÍO DEL HOGAR

Poema del libro inédito “Poemas del Madrugador”,

Nuestra casa, en la Villa Santa Marta de Talcahuano.
Estaba sobre una porción de tierra negra y fértil,
en la cual, resiste la morada sencilla de nuestra infancia,
y en donde, todavía,
con sus luces y sus sombras
se sostienen los cimientos de nuestra historia familiar.

Con las paredes de madera que no se han doblegado a
terremoto y tornado alguno.
Con los veranos calurosos todo el día en la calle
e inviernos encerrados por la lluvia desatada contra el techo
como un animal furioso rumbo al desolladero.

Con sus rayos de descubrimiento de un mundo
con penumbras y episodios de violencia primitiva.
Nuestra casa está como detenida en el tiempo
a la espera que mi padre regrese del trabajo
y golpee a la puerta, puerta siempre apretada por la humedad,
la que al ser abierta después de mucho esfuerzo, permita el acceso
del maestro Pedraza, del Tren de Ocho,
del Chico Diaz con Cifuentes y el Guatón Solís,
para degustar el cerdo que entre todos engordamos.

O que alguien venga, de va a saber uno qué lugares del destino
y desmemoria,
trayendo cartas y fotografías de 50 años atrás,
las que contienen noticias dignas de ser leídas en grupo,
al calor de un brasero de más de 30 años en el que mi madre
cocina tortillas al calor del rescoldo de nuestras añoranzas y desvelos.

El viento silbando fuertemente afuera
y estremeciendo el frágil cerco de madera despintada.

El oleaje
con furia amenazando la integridad de nuestras vidas
y nuestras embarcaciones.

El frío calando hondo sin chaquetas negras de castilla,
ni abrigos,
ni ropajes,
ni esperanza suficiente.

Los cortes de energía eléctrica,
y el llamado al unísono, y por infinita vez a «dentrarse» antes
que el diluvio llegue,
no quedando más alternativa que otra vez dejar la pichanga inconclusa,
y asumir que ya algunos, por más que los llamemos
y roguemos a sus madres y abuelas para que los autoricen a salir;
no podrán volver a ser parte del juego.
Por más que nos metamos en el túnel del tiempo
para encontrarnos todos sucios y arrugados
por dentro y hacia afuera.

El espejo.
Los muebles antiguos imposibles de moverse.
Las pinturas de mi hermano.
Nuestra fiel gata Lulú ronroneándonos y enfrentándose
sin miedo con los perros.
La tele blanco y negro.
Las vacas y caballos pastando al alcance de la mano.
Los huertos obreros a los que íbamos a comprar tomates y a embriagarnos
con el olor a hierbas, abono y verduras.
El Quintal de harina,
el litro de aceite, el kilo de azúcar y arroz a granel en el negocio
de la «Guaco» o la señora «Ernestina»
donde nos anotaban en la libreta del registro del fiado
hasta el fin de mes
y de siglo
que todavía se tarda en llegar…

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