VALIENTE MUNDO NUEVO
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VALIENTE MUNDO NUEVO

“Pero, ¿qué es la belleza? preguntó Lynch con impaciencia.
Dame otra definición. ¡Algo que vemos y nos  gusta! 
¿Es eso lo mejor que tú y Aquino pueden hacer?”                                                           

James Joyce

(Retrato del Artista Adolescente)

                              

Los paneles ya estaban desplegados. Aun así, el sol penetró de golpe en todos sus poros.

Caminó a cumplir sus funciones de Encargado de Distribución y Control de la Información. Debía apresurarse. Pronto, la temperatura exterior sería intolerable.

La discusión del día anterior aún daba vueltas en su cabeza. El tema no pudo ser más inasible. Teoría de la Estética. Postulados de un sabor milenario: Aquino. Hasta el nombre sonaba gris. Sin embargo, no estaba permitido a los participantes elegir qué hablar o qué escuchar. Las sesiones semanales de Discusión Socializada eran obligatorias para todos los miembros de la comunidad. La selección de los temas y de la metodología de trabajo estaba a cargo de la Sección Planificación del nivel lateral.

La regla principal del ejercicio de discusión era que no se podía disentir abiertamente con los otros integrantes del grupo. Todos los comentarios debían estar dirigidos a lograr un consenso armónico. En la metodología de trabajo primaba la argumentación lógica, y el uso de emisiones claras y precisas con el menor número posible de adjetivos y adverbios. La conversación debía estar referida exclusivamente al tema y a la información suministrada en cada ocasión.

Gabriel nunca antes había cuestionado esta actividad, pero, el día anterior, le había resultado difícil no evadirse soñando mientras escuchaba palabras que se sucedían monótonamente…”integritas, consonantia, claritas…”

No obstante, la Historia de Aplicación le había parecido muy entretenida. Fue, seguramente también para otros, lo único agradable de la noche.

Lo que no parecía tener  pies ni cabeza era la aplicación al relato de los principios estéticos enunciados en la velada.

Era una historia de pescadores artesanales que vivían de manera primitiva en una caleta ubicada en lo que alguna vez fuera la desembocadura de un río.

Parecía un lugar especial. Insólito. Una vez al año, coincidiendo con las lluvias en la cordillera, el agua de mar en la ensenada se convertía en agua dulce, es decir, sin sal. Este fenómeno duraba exactamente veinticuatro horas. Los peces que se extraían durante ese período tenían escamas multicolores y aletas enormes, con forma de alas. Los pescadores no podían evitar maravillarse cada vez.

Los pescadores sabían perfectamente que, en esa especial noche, podía dejarse para el consumo sólo la mitad de los peces que se atrapaban. La otra mitad debía ser devuelta al mar.

Todos, todos en la caleta estaban conscientes de la importancia de cumplir con esta condición. Los pescadores más viejos se encargaban cada año de reiterar las indicaciones a los pescadores noveles.

En ese día, la cantidad de peces atrapados era enorme. Además de comerse frescos, tenían propiedades muy adecuadas para ser conservados. Una parte se ahumaba en grandes tambores. Otra parte se salaba y se colgaba en largas hileras que, vistas desde lejos, daban una apariencia bella, única a la población, ya que los pescados, aun cuando secos, conservaban sus colores brillantes y su condición inodora, casi fragante.

Por otra parte, la espina dorsal de estos peces también servía para diferentes propósitos. Algún artesano tallaba miniaturas muy blancas, delicadas, de apariencia etérea. Las largas y firmes espinas servían como agujas y palillos para los tejidos de las mujeres y para las redes de pesca.

En los demás días del año, había agua salada en el mar y una pesca diaria normal. Nadie en la comunidad sufrió nunca de hambre o deseó tener más de algo..

En los últimos tiempos, había crecido la escasez de alimentos en la región. La hambruna se anunciaba en cada signo cotidiano. A esta caleta, hasta ese entonces sanamente aislada y satisfecha, comenzaron a llegar visitantes. Traían diferentes objetos que ofrecían trocar por pescado.

La pesca diaria de la caleta se comenzó a vender en las primeras horas de la mañana, al regreso de las embarcaciones. Se tuvieron que tejer más redes. Reparar rápidamente botes en desuso. Hubo que pescar más…

En ese ritmo se encontraban cuando llegó ese único día en que el río de agua dulce bajaba silenciosamente por la quebrada a una oculta hora nocturna trayendo su preciosa carga tornasolada.                                

Con las barcas casi hundiéndose bajo el peso de la abundante pesca, arrastrando detrás las redes repletas, llegaron los pescadores a la bahía donde los citadinos, ignorantes del prodigio, los esperaban con el ánimo nada sobrenatural de procurarse algún alimento.

Ocultar que los peces eran diferentes resultaba imposible y a la vez irrelevante. Pero, ¿qué harían cerca del mandato de descargar en la playa la mitad de la pesca, y devolver la otra mitad al mar?

Aquí se interrumpía el relato, y la “tarea” para la semana siguiente era relacionar los principios estéticos enunciados en la primera parte de la sesión, con el relato o “historia de aplicación”.

A Gabriel le parecía clarísimo que este era más un asunto ético que estético. Si los pescadores no cumplen con su compromiso de devolver la pesca al océano ¿se acabará el prodigio? La masa hambrienta en la playa, ¿será capaz de comprender que esta devolución debe hacerse? ¿Les permitirá la ansiedad de su hambre escuchar alguna explicación? El ser un pescador ¿qué significa realmente? Por arrebatar al mar parte de su riqueza, ¿adquiere acaso obligaciones morales?  Claro estaba. Era un asunto de índole puramente ética. Alguien había cometido un error. Les habían dado la historia equivocada.

Envuelto en estas especulaciones entró al galpón de acopio para recibir alguna información acerca de la cosecha de verduras hidropónicas. Pronto el sol convertiría el exterior en una parrilla. Debía apresurarse en terminar su trabajo. Tenía toda una semana por delante para reflexionar lógicamente acerca del ejercicio de discusión.

Estaba oscura y fría esa mañana cuando el “todo terreno” pasó a buscar a Gabriel a su habitación en el albergue laboral. Debían bajar a la costa antes del amanecer. El grupo piscicultor número seis no se había reportado por tres semanas. Su sistema radial estaba mudo.

Después dos horas de viaje, Gabriel tuvo la impresión de que se habían desviado del camino. Quizá habían equivocado el ramal después de la segunda compuerta. Faltaba media hora para la salida del sol y no encontraban el puesto de piscicultura. Cumplir con el horario era vital. A mitad de la mañana, el mar se convertiría en una especie de espejo o vidrio de aumento del sol. Quedarían ciegos primero, achicharrados después.

Gabriel fijó sus ojos en las manos del muchacho. Fue lo último que vio antes de que el vehículo se desbarrancara por un cerro rocoso, color mostaza.

Al escapar de la trampa de fierro y plexiglás, Gabriel se dio cuenta de que estaban en una especie de gruta, oscura y deliciosamente fresca.

Olvidó al conductor y, guiado por una fuerza apremiante, caminó durante varias horas a través de agradables galerías. ¡Hacía tanto tiempo que no respiraba tan bien, sin la amenaza del sol sobre sí!

Sentía un cansancio sano, como infantil, y hambre; no, no era hambre en realidad. Era apetito, un apetito también infantil. Sonrió ante sus propios pensamientos. Decidió detenerse cuando llegara a una zona de luz a la que se estaba aproximando. Ojalá no sea el exterior, deseó. Lo asaltó bruscamente el brillo. Pero, la luz no hería, no quemaba. Era sol, pero no quemaba…

Por una hendidura de la roca observó cautelosamente el exterior. Había una especie de señalización en un gastado trozo de madera. Era un nombre: Caleta Rioseco. El extraño nombre removió algo en el fondo de su agitado cerebro. Salió con esfuerzo hacia la superficie. Respiraba bien. Su cuerpo estaba, era, liviano, sanísimo, casi alegre. Sintió literalmente el corazón en la garganta, en las sienes también. Un golpeteo de sorpresa, de asombro maravillado. Recordó la Historia de Aplicación con su hermoso relato de tareas y bienestar…

Imaginó ver: Casas de tantos colores, cortinas al viento, ¡niños!, mujeres tejiendo redes, hileras de porciones de pescado y mariscos secándose al sol: El mar – en caricia dulcemente rítmica, ondas olas lamiendo arenas de blanca suavidad…Gabriel se deslizó alocadamente por la pendiente, corriendo, rodando, a tropezones, revolcado todo en la arena tibia, lágrimas, alegría, todo…

Se detuvo junto al mar, observando el brillo del sol en la superficie. Le pareció ver algo metálico entre la espuma, un pedazo de acero quizá, o una botella. Se miró los pies calculando cuánto demoraría en quitarse las botas. ¡Qué ganas de caminar por la orilla sintiendo la arena mojada!. Y, ¿cómo sería sentir el sol en la piel?, pensaba mientras iba olvidando la prohibición de evitar el sol. El teléfono vibró en su pierna, energizándolo. No necesitaba mirar la pantalla. Ya sabía que era una llamada de la oficina. Recibió las coordenadas del lugar donde lo recogerían y activó el localizador.

Una vez en el vehículo, Gabriel sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas al recordar el sonido del mar, el olor de la arena, el sol brillante. Las palabras del enfermero las oía a lo lejos. Lo estaban embetunando con un producto para las quemaduras, mientras le vomitaban palabras como: prohibido, imprudente, irresponsable, peligro, ya que, aunque no había soportado el calor directamente en su piel, sí le había llegado lastimándolo a través del traje protector y de la protección del casco.

Comenzó a quedarse dormido mientras musitaba: ¡Valiente mundo nuevo!…casas de colores, cortinas al viento, niños, mujeres, pescado y mariscos secándose al sol….

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