Su mano izquierda se apoyó en su espalda y la derecha rozó el cinturón que le afirmaba el pantalón a la altura de la cadera. La blusa casi transparente que vestía traslucía de forma sutil el encaje de su sostén. La mano izquierda se encontró con su pelo, que a la altura de los hombros cambiaba de color. El calor de su cuerpo rodeaba la mano con una especie de aura invisible, tibia, que la hacía palpitar. La música había vuelto a sonar y la pieza estaba deshabitada de todo tipo de objetos, excepto el reproductor de música, un par de sillas viejas y una mesa, que tenía unas copas, dos botellas de vino a medio tomar y una carpeta que decía Poder Judicial. Ambos se movían lento, a destiempo, pero sincronizados en esa rareza de moverse fuera del ritmo. Ella apoyó su cabeza en su hombro y él sintió su nariz cerca de uno de los botones de su camisa. Su respiración pareció atravesar los hilos de la ropa y llegar directo a su piel, una piel blanca con apenas unos cuantos vellos. ¿Crees que ha sido una buena noche?, preguntó ella. Claro que lo ha sido, dijo él, mientras acariciaba su pelo con la punta de los dedos. ¿Por qué ha pasado esto?, preguntó ella con desánimo, ¿qué nos ha pasado? Nos hemos emborrachado, eso es lo que ha pasado, dijo él entre risas. No, dijo ella, me he emborrachado muchas veces y la noche no ha terminado así. ¿Así cómo?, preguntó él. Así contigo, abrazada, escuchando la misma canción una y otra vez. ¿Cómo dijiste que se llamaba? ¿Tennessee… Tennessee… cuánto? Tennessee Whiskey, dijo él, Tennessee Whiskey, el cantante lo repite una y otra vez en la canción, el tema es de un cantante norteamericano que se llama Chris Stapleton.. Sí, sí, tienes razón dijo ella, diciendo que la canción la conocía, pero no la había escuchado nunca completa y siguió en la misma posición, como queriendo escuchar algo, la circulación de la sangre, tal vez, o el corazón palpitando de un hombre con hipertensión. En ese baile, la luz de la calle comenzó a entrar por una de las ventanas con cierto tipo de discreción. Él se percató de cómo ese rayo de luz blanca cubría todo su lado izquierdo y daba directo en la cabeza de ella, alumbrándola, haciéndola resplandecer. Mientras seguía así, él pensó que todo se había ido a la mierda, pero ya nada podía hacer. ¿Qué vendría luego? A lo lejos se escuchó un auto rugir y pasar a gran velocidad. Ambos lo escucharon y ella le comentó que el motor sonó justo cuando la canción había terminado para de inmediato volver a empezar. ¿Qué probabilidades existían de que escucháramos ese sonido justo en el momento entre que terminó y volvió a empezar la canción?, preguntó él. Debes hacer un cálculo matemático, dijo ella riendo. Ambos sonrieron. La mano de ella subió por su hombro izquierdo y empezó a moverse suave por su espalda. A él le gustó ese gesto y se percató que sus manos estaban más heladas que el resto de su cuerpo. Él echó su pelo hacia atrás tratando de buscar su rostro, que parecía escondido en su pecho. Hizo un movimiento con su mano para alcanzar su barbilla, subir su cabeza y mirarla a los ojos, pero ella no quiso, me da vergüenza, le dijo. A él le pasaba lo mismo, pero había decidido dar un primer paso para verla de frente. Entonces, en esa misma posición, ella le contó cómo murieron sus padres cuando tenía diecisiete años. Fue en un accidente de tránsito. Un camión adelantó donde no debía e impactó nuestro auto familiar. Mis dos padres murieron al instante, mi hermano menor y yo sobrevivimos. Nunca hablo de esto, dijo ella. No sé qué decir, respondió él. No digas nada, no hay por qué decirlo. Él quería hablar, contarle que lo sentía, que todo debió ser muy duro, que debió haber sido todo muy difícil en su adolescencia, pero guardó silencio, no tuvo palabras y permaneció moviéndose lento junto a ella, como queriendo expresar todo lo que sentía con tan solo ese vaivén del cuerpo. A veces los extraño, dijo ella. En ocasiones pienso que llegarán, que aparecerán en mi departamento o en mi oficina en la universidad y me sorprenderán y dirán: ¡hola, hija, tanto tiempo ha pasado! Aunque reconozco que extraño más a mi papá. Nos llevábamos bien. Era comprensivo y le gustaba salir a caminar conmigo los fines de semana. El día del accidente, justo antes del impacto, él nos iba contando que a la semana siguiente haríamos un viaje al norte del país. Él quería que conociéramos el norte, el desierto es hermoso y abrumador, nos decía. No he podido olvidar esas últimas palabras. Aunque no lo creas, todos los días, en algún momento de la jornada, me acuerdo de ellas, el desierto es hermoso y abrumador, el desierto es hermoso y abrumador, vaya manera de incentivar a tus hijos a visitar un lugar desconocido. Imagino que es por eso que nunca he querido viajar al norte. E hizo el ademán de una sonrisa forzada. ¿Nunca has ido?, preguntó él sorprendido. No, y no tengo pensado ir. Yo tampoco conozco el norte dijo él, el paisaje no me gusta. Ella pareció aguantar la respiración por un momento y cuando no la pudo contener más le preguntó si algún día cambiaba de opinión iría con ella. Él no supo qué responder. Pensó que era un juego o una prueba, que de alguna extraña manera ella estaba evaluando a quién tenía abrazado. Iría ahora mismo, si lo pidieras, dijo serio. Mentira, respondió ella, demoraste mucho en contestar, lo pensaste, evaluaste la situación, así no se vale. Ahora, dime, dijo entre risas, si te dijera que tengo dos pasajes para ir a Buenos Aires y el vuelo sale hoy a las siete de la mañana, ¿irías conmigo? Él dio una carcajada diciendo que sí, que iría sin avisarle a nadie. ¿A nadie? ¿Estás seguro? Preguntó ella, Sí, dijo él. Te creo, hombre, te creo, dijo ella riendo. Él comenzó a acariciar nuevamente su espalda, sintiendo su columna vertebral de una forma atípica y poco común. ¿Qué quieres hacer?, preguntó ella. ¿Ahora?, dijo él. Sí, ahora mismo. Quiero mirarte a los ojos, mirarte fijo, sin miedo. Ella se incorporó, dejó de abrazarlo y retrocedió un paso hacia atrás, se puso seria, permaneció frente a él y le dio una sonrisa, siempre mirando hacia arriba, puesto que era más pequeña. ¿Qué ves en mí?, le preguntó mientras hacia una mueca con la boca, que al parecer no tenía razón de ser. Veo a la mujer de la que estoy enamorado, le respondió sin esperar demasiado. Ella se puso a reír y le dijo te creo, parece que dices la verdad. Pero también sabes que mañana será otro día y todo deberá seguir siendo como hasta hace unas horas ¿No? Supongo que sí, dijo él, mirando hacia un lugar indeterminado. Entonces ella se acercó, lo tomó de la cara, dándole un beso. Él hizo lo mismo. Luego ella volvió a abrazarlo y le dijo que sentía lo mismo por él, pero intuía que no resultaría. ¿Por qué lo dices?, preguntó él. ¿Tengo que recordarte en la situación en que nos encontramos?, le dijo sorprendida. No, pero nadie pidió esto, ¿o sí? Es cierto, solo se dio, nada más, no hay mucho que podamos hacer, dijo ella y lo apretó contra su cuerpo y le preguntó si podían poner otra canción. Sí dijo él. ¿Cuál quieres? Una bien triste, la canción más triste del mundo. Y él se apartó a poner la canción más triste que conocía, mientras ella desvió la mirada hacia la ventana, entendiendo que su vida se podía desmoronar en ese mismo instante.