LA TORTUGA ES UNA FLECHA
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LA TORTUGA ES UNA FLECHA

Carlos Droguett, Santiago 1912 – Berna-Suiza 1996. Es uno de los narradores chilenos más destacados. Obtuvo el Premio Municipal de Santiago en 1954 y el Premio Nacional de Literatura en 1970. Es autor de novelas notables como Eloy, Patas de Perro, Sesenta muertos en la escalera, El hombre que trasladaba las ciudades y Según pasan los años Allende, compañero Allende, entre otras obras.

El cuento que presentamos a continuación, pertenece al Volumen 2 de los Cuentos Inéditos de Carlos Droguett que serán publicados por la Editorial Etnika en diciembre de 2020.

LA TORTUGA ES UNA FLECHA

(Lunes 25 de junio del 79, en Wabern, en la mañana, sol y nublado de un verano indeciso y desagradable).

Monólogo de infancia, de adolescencia, de enfermedad o soledad, no sé, quizás tristemente optimista y nostálgico, no, no sé, pero está ahí abajo, adentro, quizás no tanto, bajo la piel está muy lejos y muy cerca, y tengo que sacarlo, no estoy seguro de nada, solo de mis deseos, tengo que sacarlo, lo más probable y lo históricamente me refiero a mi personal y desencuadernada historia lógico es que lo haga esta semana, antes del sábado, por si ocurriera que viaje el sábado a Lausanne, aunque no tengo muchas ganas, se cumplen, me dicen los invitantes, 75 años del nacimiento de Pablo Neruda, es decir, creo yo, 75 años desde que Pablo Neruda empezó a morirse y, por supuesto, como todos a veces más que todos, él se murió varias veces.

La tortuga es una flecha indefinible,

su cabeza es una flecha, sus patas

son una cantidad lenta de flechas,

la tortuga se va corriendo y se queda sentada como una silla,

la tortuga se queda acostada debajo de su casa

color arena, color de selva húmeda apagada,

sin sol su selva, sin viento su color pausado,

sin rumores su silencio entreabierto,

solo llena de sí misma la tortuga abierta

que se va cerrando debajo de su casa sosegada,

vacía debajo de su sueño,

solo llena de su cabeza redonda aventurera,

de la flecha redonda de su cabeza vagabunda,

la cabeza de la tortuga es una pata,

es una flecha trabajando invisible,

la tortuga está hecha de constancia, de tiempo,

de paciencia, de distancia

y de innominados pensamientos,

la tortuga está llena de palabras que cayeron rotas

de la escuela,

que gotearon de los libros de infancia, las palabras del silencio la mantienen,

la prolongan en su casa de piedra,

adentro de sus huesos que tiene afuera,

de repente la tortuga despierta en el invierno,

allá afuera el invierno tiritando,

en los bosques del mundo, en los techos derramados, en los países arrugados

de caminos el invierno está goteando inconsolable

el invierno está sudando de puro viejo y puro pesaroso

el invierno está llorando con paciencia

el invierno está sollozando en su pañuelo

raspando sus relámpagos en la nieve,

descargando las piedras del trueno, sus montañas,

sus escombros, sus naufragios en el valle

encima de las casas, adentro de las gentes,

apagándolas,

el invierno la espera para irse caminando

y la tortuga se cierra en sus ojos

y en su boca,

guardando las palabras de su lengua,

la palabra de sus patas,

las palabras verdes que vienen caminando,

las palabras de arena que vienen goteando

sin pararse,

la tortuga pasa caminando por afuera,

la tortuga pasa caminando por adentro,

la tortuga camina arqueando cosas en el suelo,

iluminándolas con su olfato apagado

la tortuga anda arqueando cosas por el suelo,

las hojas del cielo, las piedras del cielo,

llevándose el cielo grande y redondo,

el cielo roto que se arquea para ella,

el cielo verde paseando por su espalda

la espalda de ella por adentro de los jardines,

por adentro de las piedras,

la tortuga se va caminando por debajo,

la tortuga viene caminando desde lejos,

la tortuga es muy vieja, su piedra de madera es muy arrugada

y la contiene y ella la sostiene como un atleta ciego,

la tortuga es antigua como un niño,

el niño se va arrastrando por la alfombra de su madre,

el niño se va agarrando de la pata de la silla,

el niño está mirando con la boca,

el niño está caminando con la mano,

está hablando con la mano el niño,

la tortuga está mirando a todas partes,

la tortuga viene de lejos,

la tortuga viene caminando con el mundo a sus espaldas,

pues tiene que entregarlo como un paquete,

la tortuga viene reflejando el cielo verde

y el bosque azul,

la tortuga se va destiñendo en el crepúsculo,

el crepúsculo la alumbra como un brazo

y se apaga,

la tortuga va saliendo de su casa,

la tortuga está llevándose su casa,

la tortuga se viene despidiendo,

se viene deteniendo encima de sus patas,

la tortuga se está cerrando sin esperarse,

la tortuga está cambiando de color con una acuarela que se pintó sí misma,

la tortuga color de arena,

la tortuga color piedra arrugada,

la tortuga color de cielo,

la tortuga color de sol,

la tortuga color de luna,

la tortuga color de viento,

la tortuga color de invierno,

la tortuga color de tiempo redondo,

la tortuga se quedó dormida,

la tortuga se quedó redonda dormida,

la tortuga sacó una pata para comerse el sueño,

el niño, la tortuga, la flecha,

la tortuga es una flecha de piedra,

la tortuga viene volando en la piedra del tiempo,

la tortuga se va corriendo detenida,

se va volando detenida la tortuga,

el tren de la tortuga, el avión crucero de la tortuga,

la bala de la tortuga que viene matando a la muerte

desde el antiguo griego desnudo

la tortuga se arruga como un libro

en el sueño del niño,

la tortuga

Por qué la quieres? Es un bicho feo, le decían, todo el tiempo, el tiempo en que era niño, había estado recordando estas palabras que lo expulsaban de la pieza de su madre, cuando su madre estaba enferma y aún no se moría, de la pieza de su tía, cuando su tía estaba joven y aún no viajaba, de la pieza de su padre, cuando su padre estaba enojado y estaba, además, en casa, en mangas de camisa, eso no lo olvidaba. Parecía que todos los papás tenían que estar enojados, parecía, y tendría que preguntarlo, que todos los papás de la calle, del barrio, de la ciudad, tenían que estar enojados todo el tiempo. Parecía que era, además, otra profesión desagradable. Era como si hubiera dos papás en la casa, la casa era pequeña, pero crecía en cuanto él, el papá, llegaba. Parecía, tendría que preguntarlo, que el papá, cuando se iba, y se estaba yendo todo el tiempo, se llevaba algunas piezas de la casa para sus viajes, quizás para no estar solo, quizás para tener un poco de su familia, de su mujer, de sus hijos, junto a él en las maletas, o en la calle, en la otra calle por donde iba el papá del trabajo hasta la otra casa. Es una pensión, recuérdalo, es una pensión, una casa que se vende por trozos, que tú compras por algunos días para comer, vestirte, dormir en ella, porque no te puedes llevar la casa como ese bicho feo. No era feo, era verde, como un trozo de árbol viejo, olía como un árbol, quizás hasta habría olido a pasto, a flores, a guano, pero no tenía por ahora a quién preguntárselo, solo tenía manos para recogerla, para mirarla, para pasar su mano por su cabeza y sus patitas, pero entonces se cerraba y la sentía vagabundear por adentro, un ruidito suave en la oscuridad tibia y húmeda, como cuando él se hacía pipí y se adormilaba guardado en la oscuridad, hasta… Por qué la quieres? No tienes madre y hermanos? Por qué solo tenía que tener madre, por qué además, tenía que tener hermanos? Y padre, ese padre que llamaban papá, que andaba ahora lejos, sonriéndose con los desconocidos, besando a las desconocidas, seguro, seguro que con todos ellos no andaría enojado y diciendo suciedades, o haciéndolas. Además, tu madre está enferma, y qué vas a decir después, después cuando ya no haya qué hacer y estés vestido de negro, creciendo como un montón de huesos en el rincón de la pieza grande? Por qué decían eso y por qué tenían que decirlo metiéndola a ella en sus furias? Estaban furiosas, la Ester, la María, y ellas no tenían derecho a hacerlo, no eran su madre, ni siquiera su tía, el papá no contaba, el papá andaba lejos riéndose a carcajadas, el mundo podía sentir lo alegre que estaba en esas noches de luna, una luna enorme, como limón o quizás como durazno. Por qué lo decían? Sí, su madre estaba enferma, eso decían, pero qué cosa era estar enferma una mujer, aunque fuera la madre del mundo? Era grave? Era prohibido? Era vergonzoso? Era un castigo, como el que le daban a sus hermanas en las monjas María de Cerbellón cuando no las dejaban salir un domingo y Elena se quedaba furiosa, haciendo dibujos en el suelo de su cuarto, haciendo dibujos en el papel de la muralla, en sus delantales, en los delantales de su hermana Mercedes? Mercedes estaba furiosa, tal como estaba furia el papá cuando regresaba del tren, cuando venía de la estación, y ahora la Ester, luego la María, se asomaban a la puerta del dormitorio grande y decían hablándole a la oscuridad, ya Adolfo llegó a la estación, ya estará cogiendo el coche, Sara. Sara, decían que se llamaba Sara, no contestaba. La Ester, y a veces antes la María, se quedaban mudas en la puerta del cuarto, esperando una respuesta, una palabra, un ruido en la oscuridad, entonces, gritaban escalonando el miedo, hasta quizás el malhumor, Sara! Sara! Sarita, está despierta? Ya llegó Adolfo, oh, Sarita, me oye? El mundo estaba en la orilla del patio mirando hacia allá, la Ester y la María en la puerta del dormitorio, a veces abrazadas, si eran amigas, a veces apartadas si eran enemigas, si a una le llegaba carta con el cartero y a la otra no, si para una sonaba el timbre de la puerta de calle y para la otra no, la María se ponía más encendida, como un tomate, quizás como un fósforo, decía la tía Concepción, riéndose apaciguada, la Ester se estremecía entre sus pecas, tal como un ramo de gavillas, tiene cara de quaker esta muchacha, decía la tía Concepción, dejando pensativos sus ojos y dentro de ellos, allá al fondo de sus enormes ojeras una palabra grande, grande como una piedra, con una duda sentada en ella, tal vez con pequeño y donoso susto. La luz del velador se encendía, el mundo alcanzaba a ver el brazo enflaquecido, la manga demasiado holgada, la lamparita verde encendida, esas tres cosas eran la madre, quizás sí la lamparita verde, frágil, no te acerques a ella que puedes quebrarla, ten cuidado con apoyarte en el mármol que puedes provocar un incendio, cállate, niño, sosiégate, niño, apártate, vete a jugar al tercer patio, quizás sí todo eso era también su madre. Sentía que se estaba riendo, es decir tratando de reír, pero la tos la cogía como el viento a un arbolito y entre ella estaba hablando, pidiendo algo, algo tan fácil como abrir el cajón y sacar la cajita de polvos y el frasquito con colorete. Como una novia enferma, como una flor delicada plantada en el florero de la almohada, decía sin gracia la Ester, adelantando sus pecas calurosas, debe venir por la calle Lira ya el coche, decía la María para abajo, entre fríamente despreciativa y maravillosamente agradable. Cuando tú vienes enciendo la lamparita, ya lo ves, y podría decirlo de otro modo, sabes? Es porque sé que vas a venir es que ya estoy buscando los fósforos para encender la lamparita. Él apretaba los labios porque sabía que no eran verdad esas palabras, que la tía era redondamente mentirosa, hasta había visto él que estaba en el otro extremo del cuarto, exactamente junto a la puerta, que estaba entornando cuando llegó él, cuando llegó él empujó a las dos y a la puerta, la tía se hizo a un lado y volvió a cerrar porque la Ester estaba sollozando y la María rezongando, justo ahora que llega él armar un escándalo como una histérica! Pero eso era otro mundo, sin duda alguna el mundo de afuera, que estaba dividido y marcado por las prohibiciones que no solo le concernían a él, sino que también a sus hermanas, pero sus hermanas estaban internas en las monjas, de manera que era él el que tenía que hacerse cargo de todas esas prohibiciones. Estaba muy serio mirando para arriba, allá arriba, junto a la lámpara que colgaba del medio de la pieza, estaba la cara de la tía, en realidad la cara de la tía era toda la tía, por lo menos la parte más agradable de ella, por lo demás, la única que sabía que él andaba cerca y que él se daba cuenta de todo, hasta de las amables mentiras de la tía. Estaba apagada, dijo señalándola. Sí, es verdad, y tendré que corregir el desperfecto, verás lo bien que lo hago. Creo que te va a gustar lo que haré, y si no te gusta serás injusto, pero no importará porque habré hecho lo que estimaba mi deber para distinguirme, dijo la tía. La miraba hacia arriba, y le gustaba más hacerlo que escuchar lo que decía, las palabras que se referían a él que ella estaba diciendo, además, que con todo eso, con el pequeño ruido mentiroso de las palabras, lo sabía perfectamente bien él, la tía estaba tratando, tramando traerlo por aquí, por el reino y el límite de su cuarto para que se fuera para afuera donde había cosas, gentes, muebles, lámparas, jarrones, cuadros, libros que no querían, que no lo querían y le estaban diciendo todo el tiempo que ese no era su lugar, que se fuera al patio, al patio de la palmera o mucho más lejos, al patio del olivo, del parrón, del gallinero, que era como irse al otro mundo, casi a la otra ciudad en que vagaba el padre por las calles solas y por el cielo limpio y con nubes, limpio a pesar de la neblina, decía el padre, y en el cual se reía con libertad, como si fuera otra persona, quizás incluso si otro padre. No me preguntas qué voy a hacer para distinguirte, niño?, dijo la tía. Él cogió el pisito ratón, tan parecido a una tortuga, lo llevó al otro lado, junto a la ventana grande y se sentó mirándola por un buen rato, pero se aburrió en seguida, se puso de pie y también veía el pisito tan lejos, tan abajo remotamente abajo, como si él hubiera crecido, como si el suelo se hubiera hundido o alejado. Lo miró de lejos al pisito, desde junto a la jaula del lorito. No es lorito, no era lorito, decía la tía el otro día, hace muchos años. Era una caturra, niño. Dónde está?, había dicho él, apretando los labios, frunciendo un poquito los ojos, dejando sus manos en la espalda y juntándolas, enderezándose un poco desde ellas, como había visto que lo hacía con exactitud su padre cuando andaba por aquí, por esta casa y estas baldosas, y entra a los cuartos y sale de los cuartos y se encierra con Meléndez a beber copitas de vino blanco en las copitas verdes, rosadas, amarillas, azules, y se ríe Meléndez, se ríe caminando a zancadas por el cuarto enorme y contándole ese cuento misterioso y quizás prohibido –pues entonces baja la voz- de las tres mitades, cuando se reían hasta llorar Meléndez, mesuradamente el padre, atusándose los bigotes y humedeciéndoselos con la mirada y los labios que huelen a cigarrillo, entonces en esa risa pomposa y quebradiza, florecía abierta y desplegada, como una rosa o un ramo de rosas la tos de la madre, al vaciar el vino en las copas, temblaba la botella en las manos del padre, temblaban las copas al buscarles el gollete, Meléndez se había quedado triste, triste y helado en su camisa blanca, se empezaba a pasear ávidamente, miraba por el suelo al gato, a la tortura, lo miraba a él, un par de ojos, unas manos, un pelo largo y desgreñado, Meléndez se iba sin saludar, alzando solo el sombrero mudo, la casa se ensombrecía y habría podido jurar que se hacía más grande. Alguna vez en las noches, cuando no podía dormir porque hacía calor o porque la tortuga se le había perdido en el jardín, o porque la luna empujaba la cortina y la cortina se iba volando dejando chorrear un poco de luna líquida, de agua de luna, de leche de luna por la alfombra, entonces él pensaba, es decir estaba seguro de que a esa hora tan tarde ya, por lo menos las once de la noche la casa había empezado a crecer, y siguiendo su idea un día le dijo que necesitaba un poco de tiza a la tía, la tía se rio con los labios, con las orejas, con el pelo, se arrodilló a su lado para que él se diera cuenta de que estaba vestida de sonrisa, por lo menos hasta los bordes de la blusa, y para qué quieres tiza, niño?, dijo ella. No sabes leer, no? No sabes dibujar, no? No querrás rayar las paredes, ni el techo ni el cielo, ni la cara manchada de la Ester ni la cara afiebrada de la María, no? Todo eso está prohibido, lo sabes bien, no? En la noche hay menos cosas prohibidas, dijo él con mucha seguridad. Ahora es de noche, ahora empieza a oscurecer y ya empiezan a haber menos cosas prohibidas, niño, dijo ella y se puso de pie y lo arrastró a su falda. Qué es lo prohibido que quieres marcar? La casa, dijo él, formándola vagamente, empezando a reír, pero sin seguir sonriendo. Tiene algo especial que marcarle a la casa?, dijo la tía, peinándole el cabello, es decir despeinándoselo para empezar de nuevo, él se salió de sus brazos y dejó que ella se preocupara de su cabeza, pero que lo dejara solo a él. Muy, muy especial, dijo dignamente, con reverencia, mirando el techo que se iba hacia arriba, mirando las paredes que se iban hacia los lados. Mira, mañana, cuando vuelva del telégrafo, voy a pasar al portal a comprarte una doña caja de tizas, dijo ella, para hacer lo que creas conveniente. Te interesa mucho hacer ese trabajo y tienes que hacerlo de noche. Si no me duermo lo haré de seguro, dijo él y se quedó preocupado. Cómo haces tú para no dormir? Cuesta mucho tener preocupaciones y esos otros sufrimientos? Y por qué quieres sufrir, niño? Para no dormir, por supuesto, dijo él, considerando obvia la respuesta porque la pregunta fanfarronamente lo era. No creas que es una fiesta estar despierto toda la noche en la cama que cada vez te parece más grande y más vacía, dijo la tía, con una sonrisa seria, como si detrás de la sonrisa ella tuviera arrumbado y agazapado un paquete con dolores de cabeza y de jaquecas. Cuando ella decía la palabra jaqueca a él le gustaba mucho, pero no lo decía porque entonces la tía no estaba nada de alegre ni de bonita y hasta se quejaba, y a él por nada del mundo le gustaba que ella pudiera parecerse a la Ester o a la María. A las dos él no las quería porque sabía que ellas lo odiaban, a la tía, en cambio, le tenía una gran simpatía y hasta sería capaz de tenerle un poco de confianza. Pero tú no duermes, dijo él y hasta lloras. Claro que lloro si debo hacerlo, dijo ella, pero no me gusta. Si no te gusta, por qué lo haces?, dijo con nítida lógica, tan nítida que la tía lo tomó en sus brazos solo para librarse de él, depositándolo en el suelo. Además, agregó, tú me has dado razón en lo que dijiste. Por eso necesito la tiza. Seguro que la tía comenzaba a aburrirse, de otra manera no habría puesto su mano derecha bajo su cabeza para soportarla y soportar todas las pesadeces que él, la boca de él, le estaba transfiriendo subrepticia y abusivamente hasta las orejas de ella. Por qué la necesitas, dices? Porque cuando uno no duerme, no solo se agranda la cama y si es más grande está más vacía, tú sabes que crece tu cuarto y la casa, en todo el barrio deben saberlo, porque si no fuese así, cuando pasa la gente miran tanto hacia adentro y algunos se meten por la mampara y el zaguán, y se sonríen y pasan las manos para disimular con la sonrisa y las manos, y se asoman al cuarto de mi madre mirándola tan extrañadas, tan conmovidas, y se les llena de lágrimas de terror la cara? Porque todos en el barrio saben ya que en la noche la casa crece y que es ella la que la hace crecer. Mi madre de seguro que es una maga, tía, por eso la dejan sola, no quieren nada con ella. Y tú no quieres nada tampoco con ella?, dijo con ternura la tía, los ojos brillantes que no quería que él se los viera. Se quedó callada. Por qué te quedaste callada si no es porque tengo toda la razón? Por qué lloras si no es porque la casa está embrujada y ella tiene la culpa? Verás que hasta tiene junto al velador, a veces bajo los almohadones, el bastón de mi papá, ese que tiene un anillo de plata, por eso, para levantarse en la noche y sin salir de su cuarto mágico, alzar el bastón y echar a crecer la casa, hasta a veces creo que la hace caminar. Eres un niño imaginativo, dijo ella, eso que dices que mi cama crece en la noche y que la casa crece en la noche, son imaginaciones de tu insomnio, niño? Imaginaciones de qué?, dijo él arrugando intrigado el ceño. De tu cabecita, de lo solo que te sientes en tu cabeza, niño, pero si descansas con ello, mañana que es sábado, saldré cinco minutos antes del telégrafo para tener tiempo de buscarte la mejor caja de tiza en la juguetería. Si no la encuentras, es mejor que no vengas, dijo él, y lo único que harás será dejarme sin dormir toda la noche, pues de todas maneras, si no vienes y no la traes iré al desván a buscar cordeles y dejaré marcado el tamaño de la casa y esperaré hasta la madrugada. Te pondrás las zapatillas, aunque es primavera suele hacer frío por la mañana, dijo ella. Por qué las zapatillas?, con los pies desnudos se anda más misterioso y más seguro, los pies no se te salen si tienes que salir corriendo. Podrás resfriarte y estornudar, serás cogido antes de tender la primera hebra, dijo ella, será mejor que me esperes y que tengas fe en que te traeré el regalo. La tiza nunca ha sido un regalo, ni siquiera cuando la tortuga era joven, dijo él. Yo creía que seguía siéndolo, dijo ella. Lo es, pero a veces no, según yo lo quiera. Si estoy enojado, ella se envejece en seguida, dijo él, y le hago cosquillas en la cabeza para que se vaya a su cuarto. La tía se rio con ganas y, como estaba cerca la noche, él creyó sentir que, aprovechando esa risa, la casa había dado un paso adelante para crecer unos centímetros, pues si las casas se pasan creciendo en la noche y todas las noches, cuándo logran dormir? En el día la gente con el ruido de sus palabras y de sus silencios, no la dejan dormir a la pobre. Por qué te ríes? Porque me imagino que es una suerte que yo no sea una tortuga, dijo él, fatalmente estaría yo, que me quise casar a los 25 y mis padres me encontraron vieja si mi sobrino me encuentra día por medio vieja cuando se enoja con su tortuga y sin la tortuga. Ya me veo encerrada como la pobrecita muda solo porque el peine se puso enojado por nada. No creas, no me pongo enojado por nada, como la Ester y la María, que son nada más que mujeres, ellas sí que se enojan con nada, además se pelean entre ellas, cuando creen que estoy dormido se empiezan a insultar, pero antes conversan un poco, ellas no me importan, sino porque con sus chillidos y sus llantos no me deja escuchar que la casa está creciendo. Y yo me quedo enojada por nada, yo soy también mujer, dijo ella. Tú te salvas, porque eres, además, tía. De manera que la tortuga es joven o vieja? Según como yo la vea, según como yo la veo ella es joven o vieja y además, lo sabe, desde hace algunos días ni siquiera tengo que hacerle cosquillas para que se vaya a su cuarto cuando estoy enojado, sin mirarme conoce mi enojo, debe salirle de los dedos, quizás de la boca, porque cuando la boca no echa palabras, echa cosas peores, no crees tú que es lo que le ocurre a la Ester y a la María? Probablemente, dijo ella, ten por seguro que no quieren a la tortuga, a la bella y joven que es la tortuga. Y tú la quieres? dijo él con mucho interés, dejándolo notar, acercándose a la tía y sentándose a su lado, poniéndose en pie en seguida y sentándose frente a ella en el suelo, para mirarla. Sí, la miraba ella, no la engañaba. No, no la quieren, y eso es como que me odiaran a mí, dijo él. Por qué tenían que odiarte? Porque dicen que la pobre tortuga es la culpable de lo que le pasa a mi madre. Fíjate que en cuanto las siente hablar, aunque no griten, ella se mete con su cabecita a su casa y con todas sus patitas, no crees que podrían dejarle caer un cuchillo o una silla encima para dejarla herida y deforme? Si uno no mata a la gente que odia y solo la deja deformada, es la gran venganza, dijo el otro día la María a la Ester, las dos asomadas a la puerta esperando que no viniera el cartero, pero él seguro que las oyó y se comió adrede sus cartas. Tan malo es?, preguntó la tía. Y cómo a mí me trajo para la navidad un gran paquete del Perú con una linda guitarra? Porque tú le gustas seguramente, dijo él con absoluta seguridad. Oye, y por qué no te casaste con él antes de hacerte un poco vieja? Fíjate que él no tendría que andar por ahí recogiendo cartas, las podría escribir aquí tranquilamente y hasta yo lo ayudaría. Fíjate, además, que la tortuga podría sujetarle los papeles cuando sopla el viento y mi mamá se queja, pero después ella se ríe. Por qué se ríe y se queja, me lo puedes decir? Porque seguramente se quiere levantar luego, especialmente para ayudarte en la noche a marcar con tiza los extremos de la casa, entonces se quedarían calladas esas víboras que dicen que ella es maga.

No entendía mucho las palabras, entendía mucho mejor las palabras que decían las manos, los labios, la oreja cuando se juntaba con los dedos con anillos o la pierna, de medias delgadas, de pollera larga, pues las piernas también se vestían las polleras, no la tía, él entendía todo eso, incluso las palabras que decía cuando se reflejaba su silueta, su alta silueta en los vidrios verdes de la mampara, y cuando entraba, él se hacía a un lado, pues como que ella traía un poco de viento de afuera, y de ruido de la ciudad distante, eso esa casa era, y no era la ciudad, la ciudad, eso ocurría y persistía, tenía muchos vidrios, quizás si demasiados, y vaciándose de ellos una fabulosa cantidad de luces de todos los colores, en realidad mejor de todos los reflejos y los automóviles, los autobuses, los camiones, los trenes largos saliendo de los vidrios y metiéndose por ellos, empujándolos, entreabriéndolos, llenándolos de humo, de bencina, de humo azul, de humo blanco, de humo negro, del que se vaciaban risas, flores y zapatos caminando, en el mismo orden, zapatos de bota alta cuando llovía y era el invierno, ellos ponían esas palabras, ellos los grandes, los que vivían allá arriba de sus cuerpos como en la copa de los árboles, justo dentro del pelo o dentro de los sombreros, detrás de los lentes o de la pipa que humeaba para irse, para irse caminando lenta, primero lenta, igual que la tortuga. Es floja, decía la tía, apenas se mueve tu animal. No es un animal, contestaba él, tiene un nombre, no dijiste tú misma que se llamaba tortuga cuando me la regalaron, oye y quién me la regaló? Fue tu madre, niño, una de las últimas veces que pudo salir del brazo de tu padre y fue a la confitería a tomar chocolate y a comprar helados y pasteles, recordarás que junto con un paquetito de pasteles, te pasaron un canasto, un pequeño canasto. Sí, dijo él, y por qué se acostó desde entonces y no se levanta? Porque la gente, especialmente las mamás, se suelen enfermar, especialmente cuando llega otro niño a la casa, no te acuerdas ni siquiera de tu hermana. Tengo tantos hermanos como juguetes, dijo él con disgusto, pero los juguetes le gustaban más y sobre todo no lo dejaban a un lado a él, no le decían que se fuera o que viniera, cuando venía era por lo demás lo mismo, el movimiento era el mismo, la distancia la misma, las palabras las mismas, las iba sacando como quien se saca los zapatos o como cuando la tía cuidadosa y rabiosa se quitaba la capa, se inclinaba hacia las botas elegantes como floreros y suspiraba. Siempre suspiraba antes de inclinarse hacia las puntas, era como darse cuerda a sí misma para funcionar ese movimiento. O porque quitarse las botas significaba otra cosa, como decirse a sí misma ándate o ven enseguida? Más tarde, antes de arreglarse ya el frondoso pelo, sacando y poniendo horquillas de su moño, como clavándolo para que no se derrumbara. La madre se quejaba, se sonreía, sentía su respiración. Su respiración lo miraba, casi habría podido decir que le sonreía, pero se iba corriendo allá abajo, descendiendo hacia el tercer patio. Era quizás el atardecer, es decir el anochecer, cuando la casa grande crecía hasta tornarse enorme, desde ahí, desde la tierra, entre las flores, el césped, los árboles, los manzanos, la parra, el olivo, podía mirarla y sabía que era ahora más grande, seguro que había crecido, pues había oído decir que él ya había llegado a la estación y que el coche venía ya por la calle Lira. Sentado en el suelo echaba una mirada redonda, buscándola, tratando de llamarla despacito, para que no se oyera su voz allá arriba y adentro, para que no se la fueran a quitar, porque esa era la terrible amenaza, y con todas esas cosas, la madre enferma, a cuya puerta no podía entrar, a cuyo velador no podía llegar, con el padre que venía viajando con dos maletas enormes llenas de trabajo y de rabia, con la Ester que estuvo llorando anoche y con la María que le gritaba, le hablaba cariñosa y después le gritaba, porque eso es lo que eres, ni más ni menos que una gitana y una bruja, decía la María, y sus ojos se le saltaban y su pelo se despeinaba, él se arrastraba por el suelo y se acercaba a mirar, eso, los ojos feos, campesinos, ignorantes de las palabras que crecían un poco más abajo y se iban volando para golpear a la Ester y sacarle lágrimas y silencios, había visto lo que no debía ver, lo que estaba prohibido, en realidad todo en el mundo estaba prohibido, si hubiera tenido tiempo de acordarse, anoche había enumerado en su cama todas las cantidades de cosas que estaban prohibidas en general y algunas en particular, y estas eran mucho más peligrosas y fatales, entonces se iba por el pasadizo y empujaba la puerta de la tía Concepción, ella acababa de entornarla y se estaba sentando junto a su máquina de coser. Su tía estaba allá arriba, en el segundo piso, quizás en el tercero, él, en cambio, era un menesteroso, apenas si estaba a la altura del pasadizo y un poquito a la altura de los primeros escalones que bajaban al tercer patio. No les hagas caso, le decía la tía y hasta se ponía de pie para ser gentil con él, y hasta se agachaba hacia él, que estaba hundido en la tierra, hundiendo la tierra como un bellaco, la tía era tan extremadamente gentil que había caminado hasta el rincón de la caja mundo, enorme, hinchada, ovalada como una ballena, y en la mesita había buscado los fósforos y encendido la lámpara celeste para que él la mirara. En la penumbra iluminada ella le estaba sonriendo, sentada en la cama, mirándolo dormirse, se lo preguntaría, en realidad sabía que tenía una cantidad de cosas que preguntarle y sabía también que las iba ordenando por orden de olvido, si se le olvidaban se sentía aliviado, pero preocupado y lleno de sospechas, como si alguien, mientras él se daba vueltas para no tener calor o para recoger un poco de frío y para juntar sus recuerdos de ahora mismo, como si alguien se acercara y se aprovechara de su cansancio y le sacara por los ojos -que era la porción de él más sensible y más cercana-, para extraerle robados sus recuerdos a las preguntas que los rellenaban, son como pasteles, murmuró reteniendo las palabras en los labios, sin dejarlas que se fueran, si podía apretarlas suave, sin romperlas, sin hacerles daño, sin dejar que cayeran en la almohada o volaran hacia el velador o el estante, sabía que podría pronunciarlas de nuevo. Por ejemplo, y por qué si era la madre quien le había regalado la tortuga, decían la Ester y la María, tan malvada en sus pecas la Ester, tan malvada en su cara soplada y roja la María, que la tortuga tenía toda la culpa y que ella había traído el maleficio a la casa? Y también mi hermana, pensó, la tía dice que fue a causa de mi hermana Sara, si le dijo Sarita la pongo más blanca y más frágil como juguete, pero ella se lo pasa durmiendo, igual que los obreros de la fábrica, los sábados cuando les pagan y se ríen y juegan al naipe y beben vino y después se tienden en el sol y se quedan dormidos, y los tranvías pasan por encima de ellos y las carrozas de las pompas fúnebres pasan con su color negro por encima de ellos y los dejan más abajo, y ellos empiezan a roncar para protegerse, para indicar, dice la tía, que están vivos, solo cansados, y que el ruido vivo del tranvía los protege y que el ruido muerto de la carroza negra como un pastel negro para que se lo coman los difuntos, no debe y no puede salpicarlos. Bueno, eso del pastel, eso de la carroza tan seria y solemne, como un funcionario, un ministro, un senador o como el viejo jefe de tu padre, decía riéndose con todos los dientes la tía, bueno, su hermana Sara, es decir su hermanita Sara, pasaba durmiendo todo el día y solo cuando sonaba como un cascabel murmurando una mazamorra que él no entendía y que nadie entendía, se sabía que estaba ahí en la casa, se sabía tanto ese detalle que él había visto y sentido a su madre enderezarse un poquito en el lecho y preguntarles a las sombras, hablando con voz lenta y sola, con una voz que sonaba como tablas, como tablas delgadas y blancas, que cuántos meses tenía, que cuándo había nacido, que cuándo podría verla, se asomaban a mirarla y en vez de contestarle, la Ester le tomaba el pulso, la María destapaba la taza con bebida, miraba la hora, miraba el rostro ojeroso de la Ester y murmuraba con maldad, mientras arreglaba la colcha y acariciaba la cara, no me digas que el Alfredo te vino a ver, esas ojeras están diciendo a gritos que no vino y que no va a venir, convéncete, animal, que ya se fue para siempre con la Julia, la Ester retenía un sollozo como si fueran vómitos y se iba cogiéndoselo en el delantal, la María cerraba el postigo de la ventana, se quedaba quieta hasta que terminaban de pasar dos camiones de la fábrica y después salía en puntillas. Alguna vez, después de almuerzo, a las cuatro por ejemplo, la hora de todo el calor en que no había nadie vivo en el mundo, solo las moscas durmiendo la resolana y tejiendo sus vuelos espesos en la penumbra agradable a violetas, a rosas, a hortensias, a esa hora vacía y brillante, él se deslizaba por el pasadizo, y cuidándose de que nadie lo escuchara caminar, de que nadie mirara sus manos y sus piernas, se empinaba un poquito, cogía el picaporte y metía la cabeza en la penumbra, no había ruido, y él tampoco lo incorporaba, sabía que tenía que estar callado y que si tenía un poco de susto sería mucho mejor, las cosas se presentaban bien, el padre estaba lejos, caminando por las oficinas y por los pasadizos, yendo al recinto de los telegramas o bajando a la galería donde ronroneaban los carteros, donde circulaba muerto de maldad el cartero que no llevaba las cartas para la Ester, para eso, para que la Ester se quedara cada día más ojerosa y fea sabiendo que él se comía sus cartas y que llorando le dijera que el amorcito, que si mi adorado, que si mi ensueño del alma, te quiero a ti para casado y para amante, y después me susurras en el oído todas las cartas mías que te has comido, eso decía, riéndose diabólica la María, poniéndose roja en el pelo y en la blusa, además las cosas se presentaban mucho mejor, la tía estaba apurándose en su trabajo, y a veces el padre la iba a ver y le decía cómo estás, María Concepción, estás bien de salud y de trabajo? Y en seguida, antes de olvidársele, seguro que ahora irás a Gath y Chaves a comprarle la caja de tiza al sobrino para que haga crecer la casa, no seas infame, decía la tía, no seas infame, Adolfo, enfermaste a tu mujer y ahora quieres enfermar al niño, sabes perfectamente bien que la casa crece como toda persona viva, tiene pulmones, corazón, oídos y ojos como tú, además, quieres creerme, yo misma la he visto crecer, me he levantado en las noches cuando no duermo, todas las viejas solteronas no pueden dormir, para ellas hace siempre mucho frío en el verano y mucho hielo en el invierno, para ellas se murieron todos los carteros, mira todos esos carteros que amontonan correspondencia, telegramas, memorándum, encomiendas, giros y certificados, están tan muertos para ti como para la Ester y la María, trío de solteronas indignas, viejas antes de los 25! No hablemos de cartas de mujeres ni de hombres, decía la tía, estamos en casa ajena, en el mercado de los suspiros, de las desolaciones y de los secretos, Adolfo, no me hagas hablar de suspiros! Porque si yo hablara, dijo aparatosa la tía, sacando un pañuelo y tratando de amordazarse y tendiéndoselo a él para que le ayudara, pero el papá, tan gentil con su hermana, tan gentil con las piernas que pasaban a su lado, por arriba de sus ojos, por entre sus labios, se reía famoso y le ceñía el pañuelo en la frente, tienes jaqueca, tienes toda la jaqueca de la provincia, por eso ves crecer la casa, por eso sueñas sueños y quieres que también los sueñe mi hijo! Se fue riendo. Tu padre se fue riendo y no cree, no quiso servir de testigo porque tiene miedo con tantos pecados que va acumulando en su cartera y en su portadocumentos, dijo la tía, no tienes un testigo, tú, niño? Alguien que sea veraz y que sepa además levantar un testimonio como hacen los notarios, si usa lentes sabios es mejor, a ver, a ver, háblame de tus muñecos, sirve Simón? No, no sirve, dijo el niño, revolviendo en el suelo sus cajas y queriendo echar al suelo el estante, entusiasmado como estaba. No sirve Simón, tía, lo pasa borracho desde que se le fue la Simona, su mujer. Pobre Simón, decía la tía, cómo se fue a enredar con esa pelandusca. Y Pablito sirve, no, no sirve, decía él, está muy enfermo el pobre con todas esas muelas que le sacó el Dr. Illanes, y ahora le han salido dos muelas por cada muela extraída, no puede cerrar la boca, está embrujado, no te rías de los embrujados, tía. Quién te contó todo eso? El Lalo, dijo él, el Lalo tampoco sirve, es desagradable con su nariz afilada como un cuchillo y su pelo corto, de tipo malvado y beato, además anda todo el tiempo mojado. Mojado, y estornuda ya y tiene fiebre? Lo mojan en la iglesia los curas, y los sacristanes lo cogen de las botas y lo sumergen en la pila, entonces chilla para mover la cara y mirarme y decirme que el Dr. Illanes no sirve para nada, que si lo que él recetó enferma a la madre, eso es malo. No es malo él, dijo ella, así que no tenemos testigos para la ceremonia que vamos a inaugurar esta noche? Y no puede servir Bernardo? dijo él, cogiendo al gran perro de aguas, tan grande que se derrumbó con él, pues pesaba mucho, y cuando él se reía no pesaba nada, se iba volando, ni siquiera le había preguntado por la cajita de tizas, sabía que la tendría, y la tía estaba diciendo, tenemos que emplearlo de testigo al Bernardo porque está pintado para ello, de seguro que él ha visto crecer la casa en la noche, no ves que casi no duerme por cumplir con su deber de vigilancia? Es bueno para eso Bernardo, dijo él acariciándolo, metiendo su mano por el hocico, fíjate, tía, que está despierto en su trabajo, no en su insomnio, no como tú ni como yo, y quién te dijo la palabra insomnio? Es un ruido un poco difícil, niño. Por supuesto que tú, como la palabra jaqueca o la tiza, dijo él, es una cantidad de palabras que tengo en los labios, se me caen de los ojos cuando no tengo sueño y entonces me tapan la boca y las narices y me quedo dormido oyéndolas, oliéndolas. Huelen bien? Perfectamente, dijo él montándose en el perro, bajando y después pasando por debajo del puente que ronroneaba casi como el gato, pero más solemne. Oye, y el gato no nos puede servir? Él también camina por la noche y de repente salta de mi almohada a mi sueño, y yo me siento asustado y veo los focos de sus ojos, oye, los gatos son trenes en la noche. La gente también, hasta tu padre, aunque él prefiere la luna a las calles iluminadas para que las tías que juntan sus suspiros en los vidrios lo miren pasear su elegancia. Es bonito el papá, dijo él. Solo que ahora lo es mucho más, solo que ahora ellas lo saben y esperan lo que va a ocurrir, dijo la tía con rencor. Él adivinó unas palabras llenas de otras palabras, y quizás de gritos, y quizás de secretos, las palabras que murmuran secretos son en general malas, si no no harían lo que hacen, que hasta se quitan los zapatos para ir hasta los ojos de las gentes para sacarles sus cosas, esas cosas apretadas en el fondo de los ojos de la gente, y para ir a llevarlas a los oídos abiertos, espantosamente abiertos, de la otra gente, esa que espera agazapada al lado adentro, siempre al lado adentro de la puerta o del balcón o detrás del pupitre, o detrás del arcón grande colonial o detrás de la columna de la iglesia, donde está la pila de agua sudada en que sumergen al Lalo para hacerlo más idiota y hediondo. Mira, niño, estoy tan segura de lo que has contado, que hasta reté a tu padre hace un rato, dos días, en el trabajo, porque empezó a reírse incrédulo, diciendo que yo te pasaba sueños y naipes. No es sueño, dijo él, por qué no cree él y por qué no viene? Creo que va a tener que creer, creo que va a estar aquí muchos días, hasta que se sienta solo porque estará solo, dijo ella, mirándolo cambiarse la ropa y sollozando. Acarició al niño. Y sabes qué más? Tu tortuga nos va a servir de testigo calificado también, porque tiene mucha experiencia. Qué es lo que tiene, tía, y eso es bueno? Es enteramente bueno para vivir mejor, porque si vives mejor eres bueno, pero si eres bueno sufres más. Es malo sufrir? dijo él. Se lo podemos preguntar a la tortuga, ella es tan vieja como las piedras y sabe mucho, ha visto todo el mundo, una millarada de gente. Por eso es tan lenta. No la insultes, dijo él, no es nada de lenta, se pone a correr y no puedo alcanzarla. No es un insulto, dijo ella, yo soy muy lenta también, tanto, tan lenta que por eso me quedé sin marido, dice el canalla de tu padre. Él no escuchaba sino lo que le interesaba, las palabras que eran del tamaño de sus palabras. Tú eres, lo tienes que ser, dijo él, porque no eres tortuga. La tortuga camina tan rápido, en el huerto, en el tercer patio, en la cama de mi madre, que a veces no puedo alcanzarla. Qué dices, niño? Dilo en voz baja. En la cama de tu madre? Entras al cuarto, la miras, le hablas y ella te coge y te besa? Claro, y por supuesto a la tortuga también, dijo él algo ofendido. De qué se trataba, pues? No tengo que hacerlo? dijo con cautela. Solo porque tu madre está muy enferma, dijo ella y abrió la cartera de viaje y le pasó la cajita de tiza. Él la cogió, pero no la miraba, tampoco miraba a la tía, como que se había quedado un poco pensativo o preocupado o triste. Estás ido?, preguntó la tía. Él no contestó y cerró y abrió la cajita, miró los colores, especialmente las blancas y amarillas. Verás, dijo ella, si hay luna cualquiera nos servirá, si está nublado, las blancas mejor. Dime, qué haces dentro, cuando empujas la puerta? Nada, dijo él, solo acercarme, solo no hacer nada. Y ella? Tampoco, está amarrada en la cama, hundida en los almohadones, pero ahí arriba se alegra un poquito. Le hablas? No, ella no quiere. Te lo ha dicho con palabras? No, con los dedos, dijo él, poniendo sus dedos, dos exactamente, en los labios de la tía. Sabrás, dijo ella, que las palabras vinieron después. Después de ti, de tu madre, de tu padre, después de mí, cuando estamos alegres, llenos de risas la boca, no necesitamos las palabras, cuando estamos tristes, llenos de pena los ojos y la boca –ya ves que la pena abarca más, como si agrandara al ser humano, dejándolo más delgado, al punto de la trizadura-, tampoco, te das cuenta?, hacen falta las palabras. Después vienen ellas, cuando el cuerpo se corrompe, cuando se golpea contra el mundo y como machucones o sudores aparecen las demás gentes tocándote la piel, pero primero la ropa para ver si eres rico o pobre, poderoso o desamparado. Sí, contestó, es cierto es, quizás lo sea, si no dices más es mejor. Ya está todo dicho, dijo ella, como cuando tú te deslizas dentro del cuarto y te pones a su lado y le tocas la mano. Se la tocas, verdad? Un poquito, pero ella prefiere mirarme, deja las manos sueltas encima de la sábana, exactamente como si se fuera a levantar, pero no lo hace y me mira, mejor, con ellas, con las manos. Es verdad, dijo ella, eso es verdad, las manos tienen ojos y oídos, aunque no los podamos mirar nosotros, quizás la tortuga pueda, no?, fíjate, niño, las manos son como las ramas del árbol, exageradamente como las hojas, por ellas gotea el árbol, por ellas gotea el hombre, es decir también la mujer y especialmente el niño. Lo que de bueno o malo va inventando o formando el hombre finalmente gotea de sus manos como la lluvia por el techo y las paredes de la casa. Y por los vidrios, dijo él, la casa mira con ellos y ahora mismo está deseando que se haga de noche, pues está escuchando nuestra conversación y sabe que ella está en el centro de tu boca y en la mía. Crees tú, oye, que la tortuga tiene más ojos que los que se le ven en su carita color de tierra? No te quepa duda, dijo ella, yo diría que ella toda es un ojo, un ojo con patas y con la cabeza a cuestas, como tu padre y su amigo Meléndez, un ojo que sabe mucho porque ha caminado mucho. Eso es verdad, dijo él, no se está jamás quieta, y si tú no estás jamás sosegada es como si caminaras mucho, por lo menos toda la almohada. Qué almohada? La de mi madre, por supuesto, de repente nos dimos cuenta de que estábamos los dos solos, ella se había ido, que es por lo demás lo que suele hacer conmigo y mis juguetes y mi ropa y hasta mis piedras, esas que tengo marcadas en el huerto, si tú vuelves la cara un poquito, por lo menos para mirar las golondrinas dentro de la copa, ya ella se desapareció. Y por supuesto que mi madre tuvo miedo. Miedo de qué? No sé ni me lo dijo, yo sé que tuvo mucho miedo, de repente me abrazó y estaba llorando, la dejé llorar pegada a mí, como si yo fuera más grande, oye, y traté que no me mirara los ojos. Después de unas toses muy gentiles, ella se enderezó un poquito y se sonrió, tal como si fuera una niñita, como se deben reír la Elena y la Mercedes de sor Eduvigis y de sor Monserrat allá en las monjas. Te cuento un secreto? Ellas no las quieren a las monjas ni al dios o quizás sí las quieren mucho y les tienen como lástima. La Elena estaba diciendo la otra tarde, cuando vino su amiga Carmen, porque era fin de mes y sábado y ellas estaban con permiso del internado, dijo riéndose feo que cómo era posible que con tan lindas piernas la Eduvigis se hubiera metido a monja, dándole esa carne a Cristo sin pedirles permiso a los hombres. La tía se sonrió seca y como que le pasaban lumbradas de frío por la cara, especialmente por la frente y el pelo. Y apareció la tortuga? Sí, sí, se rio pensativo, mirándola en el recuerdo, cuando nos separamos estaba entre nosotros, como una esponjita, eso dijo mi madre, que era como una esponjita de mar áspera para sacarse la mugre –ella empleó la palabra suciedad y se demoró en decirla y tuvo tos- que está debajo de las pieles limpias –ella dijo inmaculadas-, y entonces buscó el pañuelo sobre el que estaba cerrada la tortuga, sin moverse. Estuviste mucho rato con ella? Podría haber estado más, sabes? pero tenía miedo de la Ester y la María, que no la quieren a ella y que tampoco me quieren a mí, pero de todos modos tuve tiempo de preguntarle. Preguntarle qué, qué le preguntaste? Que si era verdad, si ella creía que era verdad que la tortuga tenía la culpa de que estuviera un poquito enferma –yo sé que le gustó la palabra poquito, pues se arregló en la cama hasta estar más derecha y hasta me pidió el espejo y la polvera-, y que la tortuga, además, había traído un maleficio, y que si toda esa maldad era verdadera, que por qué me la había regalado, y que si la tortuga se iba… Pero por qué tenía que irse? Eso le dijiste? Era como una amenaza, no? Era como para decirlo, no? Pero lo dije y ella me cogió las manos y me las besó y me cogió la cabeza y dibujó una cruz con sus labios en ella y me acercó el pecho y marcó una cruz con sus manos en ella, después me empujó con suavidad, cogió la tortuga de encima de la sábana para hacerlo. Y entonces me lo dijo, esas palabras, con sus manos, con sus ojos, no, con sus lágrimas, con sus manos, con las dos. Qué te dijo, niño? Que no creyera nada de eso, nada malo, nada intencionado, nada enfermo. Que mirara a la tortuga como si fuera ella, mi retratito feo, dijo. Oye, tía, es verdad que nunca se ha querido retratar? No, dijo ella, y es una terrible desgracia, sin su imagen, dónde la buscarán sus hijos, mira niño, sin un retrato, sin el recuerdo retenido de un retrato, no es que la gente se vaya al otro lado de la calle, de la ciudad, del mundo, es que es como si no hubieran existido nunca. Es bonito, dijo él intrigado, delgada y llorando, muy delgada y con muchas lágrimas, ella me parece más bonita. Oye, y estará en cama hasta que la vengan a buscar? Ella no contestó, le cogió la cabeza y se la acercaba, hasta le hacía un descuidado cariño. Oye, y entonces, qué va a ser de la pobre tortuga? Nada, dijo ella, te quedarás con ella, pues que ella te la dio, pues que ella te dijo que era su retrato feo, habrá que decírselo a tu padre cuando venga. Cuándo vendrá? Dentro de algunos días, dijo ella, anda en el norte, vendiendo o hipotecando la casa de la calle Cantournet, estará, me parece, que se quedará mucho tiempo con nosotros. Y ahora se alegró en sus palabras, ahora vio como un trazo de sol en su pelo, en sus movimientos, cuando cogió la otra cajita de tiza. Te parece que esta noche tratemos de no tener sueño y que la tortuga tampoco duerma y que Bernardo tampoco duerma? En cuanto tus tías se encierren en sus piezas a escuchar el viento o los pasos que se van por la calle o cuando abran la ventanita que da a la calle para mirar los pasos que acaban de pasar o el viento que acaba de desenrollarse, entonces, saldremos como ladrones tú y yo y la tortuga y el perro, todos sin zapatos para ir a marcar con tiza los lindes de la casa a ver si se mueve y crece. Es seguro que lo hace, dijo él. Yo no me duermo hasta que la siento despertar y ponerse de pie. Vaya, dijo la tía, tiene además pies? Como todas las cosas, dijo él, como todas las cosas que caminan, como las patas de las nubes, como las patas de los árboles, esas patitas diminutas que se caen al suelo, para tocar el suelo y el camino cuando llega el viento y golpea la puerta del árbol. No crees tú que hasta las piedras pueden caminar si quieren, pero sabes, es que tienen sueño, es que están cansadas de tanto venir de lejos. Ni más ni menos como la tortuga, dijo ella. No te parece un poco floja y un poco piedra, niño? Nada de eso, dijo él, si nos demoramos con mi madre en abrazarnos un poco más, de seguro que ella alcanzaba a topar el otro extremo de la cama, te das cuenta? Es que es tan pequeñita? Tú vives mirándola? No, no puedo hacerlo, la verdad, porque no se está jamás quieta. Cuando quiero hacerlo, mirarla lo que se dice tres minutos, me siento en ella, ella se cierra porque se siente ofendida, y cuando me arrodillo a su lado, se queda testaruda y negra, como una piedra, sí, en el huerto, entre las flores y el pasto y las enredaderas y las frutas que se caen y huelen, a veces se me pierde, pues si la llamo se queda dormida y muda, no quiere nada conmigo, la ofendí, dice que no es una silla sino un camino. Sí, dijo ella, es lo más práctica y lo más sabihonda, yo diría que ella, antiguamente, era preceptora en alguna escuela, te imaginas su suficiencia, niño? Ni más ni menos, el viajero y el camino en un solo pedacito de mundo, y además con su casa a cuestas, de seguro que en tiempos de las cruzadas, cuando había guerras brotando en todos los precipicios y encrucijadas, ella no era preceptor de ningún hotel ni posada, para qué si lleva todos sus enseres encima. Es verdad, dijo él, y si el mundo no le gusta, a veces todo el tiempo yo soy el mundo para ella, baja su puerta a la muerte para seguir con vida. Quién te dijo esas palabras? dijo ella, pensativa. Mi madre, por supuesto, no anoche, sino el otro día. De manera que estás todo el tiempo yendo a visitarla? No debo hacerlo? Si no te han dicho que lo hagas no debes hacerlo, es una crueldad, pero es una orden. No me gusta, pero tengo miedo, niño. Por qué tienes miedo? No te preocupes, niño. Yo te conozco, oye, si estás triste te vendrá el llanto y con él la jaqueca, todo el tiempo estás usando tu famosa jaqueca para no hacer lo que me prometiste. He dejado de prometerte muchas cosas? Un mundo, más que las estrellas, dijo él mostrando el cielo, pero en el cielo no había estrellas, sino nubes, y daba lo mismo. Pues ahora no te fallaré, dijo ella, porque me interesa que tengas confianza, te hace mucha falta tener un poco de confianza en la vida, esto es la vida, dijo ella, mostrando su máquina de coser, la mesa, la silla, el pisito, su costurero, dos o tres libros en el rincón, una lamparita, ahora apagada, algún tejido en su marco de vidrio, este es el mundo no solo para ti, y necesitarás coraje para soportar. No entiendo, dijo él. Si te quedas dormida no lo soportaré y creeré que tú también crees en maleficios, y que la tortuga es una cosa embrujada, y que si algo malvado sucede, ella tendrá la culpa. No, dijo ella, sería como culpar a tu madre, dios mío, cómo puede haber lenguas y lenguas sueltas por la calle y el barrio! Sabes?, creo que como está nublado, la noche bajará más luego, a lo mejor es una buena persona la noche de estos lados y nos escuchó, y escuchó las patitas de la tortuga caminando por la almohada de tu madre. No caminó solo por la almohada, dijo él, tratando de estar alegre en sus ojos brillantes. Fíjate que de repente estaba en su pelo, como un prendedor o una peineta, dijo ella. También dijo que a lo mejor la tortuga trepaba las paredes y se había agarrado a la lamparita y había saltado para mirarlo a él, al hijo, desde arriba, desde arriba de su madre. Sí, así te mira ella, así te mirará, dijo la tía, sin insistir mucho en sus palabras, mirándolo a los ojos para estar segura de que no había insistido. Oye, no sería bueno que le pusieras un collar o un cordelito y la dejarás amarrada a los pies de la cama? Quieres matarla, quieres asesinarla como ellas? dijo él, alzando la voz, casi gritando, muy asustado, como si de repente, en la agradable luz de la penumbra de la tarde, el rostro de su tía se hubiera evaporado y en sus hombros se insertara otro rostro menos bueno, mucho más mal intencionado. Quiénes? La Ester y la María, dijo él. Hace muchos días ella se me había perdido y cuando las sentí susurrar en la cocina, estaban al lado adentro de la ventana probándole una correa, tenían unas tijeras y un cordel grueso en las manos y se reían temerosas, conversando a oscuras, susurrando. No, la correa no, dijo la Ester, es mejor el cordel, como hacen los de la justicia. Yo entré llorando y la dejaron caer al suelo. Oh, tía… Ella estaba callada, se quedaba inmóvil, se llevó las dos manos cruzadas a la boca, lo estaba mirando desde muy adentro. Tú crees que le quieren hacer eso?, dijo. Ella lo abrazó, como lo había abrazado su madre.

La tortuga es una flecha, yo soy otra, había dicho su madre, yo ya voy llegando, me he demorado muy pocos años en llegar. Eso lo había oído él la misma noche, antes o después de haber ido con la tía primero al huerto, después al patio chico, después al patio grande y, por último, lo que era más importante, a la vereda de la calle. Él se quedó asustado, sin moverse, sin llorar, solo cogido a ella, que estaba durmiendo.

Quizás hubo extraños en la noche, podría haber mirado todas las luces que se habían encendido, no solo en el pasadizo ni en los peldaños que bajaban primero al patio pequeño que separaba la cocina del comedor, sino los peldaños más numerosos y más peligrosos, en general mucho más tentadores para él, que daban al huerto, si estaba acostado y sabía que todas las luces estaban encendidas como iluminando los ruidos, las conversaciones veladas y ordenadas que pasaban al lado de su cama, al lado afuera de su sueño, él estaba cerrado dentro durmiendo, se habrá perdido la tortuga, pensaba, estirando sus manos, estirando sus pies, sin poder tocarla, pero era una suerte que pudiera darse cuenta y saber que no, que no se había perdido, a no ser que se fuera caminando en la noche hacia la calle y la avenida donde zumbaban los automóviles que salían de la ciudad y los que subían del campo, eran solo palabras apresuradas, otras quietas como ordenando aquellas, como contando las luces y verificando dónde había todavía un poco de sombra para encenderlas, alguien lloraba, no, eran dos personas las que estaban llorando, una al lado de la otra, o una separada de la otra, la Ester y la María, pensó, o mis hermanas que habrán regresado de las monjas, porque la tía había dicho ya, sin olvidar el compromiso central que era el ir a gastar las tizas en cuanto fuera noche profunda, claro, sin despertar a la casa, pobre, decía ella, con la enfermedad de tu padre y con las carcajadas del Meléndez estos últimos meses lo ha pasado muy desvelada, por eso se le ha caído y corrido la pintura, no es por la lluvia bajando por su cara, no es por el sol sudando en sus faldas, decía la tía, y decía algo mucho más importante y verdadero, que solo en el mundo, en todos los países del mundo, había nada más que casas mujeres, eso no es un trabajo para hombres, decía ella, es una profesión santa y a veces agradable para nosotras las mujeres, trabajamos en una oscura oficina en el subterráneo del correo de la plaza de armas o en un claro y apartado barrio del sector oriente para empollar y acoger y recoger a toda esta cantidad y caterva de hijos que se puso a recortar tu padre en el pobrecito género de tu madre. Ante esas palabras él miró con un poquito de rencor a la tía, como si ella fuera algo malvada y no quisiera como era debido a su madre, pero no se atrevía a mirarla con todo el enorme rencor, porque no estaba seguro, es decir estaba seguro de que si ella, la tía, quería proteger a la tortuga, y desde luego aceptaba lo que él decía bajo su palabra de honor, que corría mucho, que su peor y único defecto era que corría mucho, demasiado, igual, podía jurarlo ahora mismo y ponerse de rodillas encima de trocitos de vidrio quebrado y de tachuelas y de fierritos retorcidos, que la tía estaba muy preocupada o desconfiada de lo que le ocurría a su madre. Por eso había dicho eso que él no comprendía mucho, pero que le gustaba, que el padre se había sentado a la mesa a recortar una trenza y una cantidad de hijos en el género pobrecito, ella no había hablado de ninguna mesa, pero era así más cómodo para pensarlo, pues él lo sabía perfectamente por lo poco que había mirado el mundo de afuera, los hombres, las mujeres, los niños, los novios, el cartero, todos, enteramente todos y ordenadamente, como si fueran caminando por el mismo interminable hilo alargado e invisible, unos detrás de otros, cada vez se iban juntando por sus manos, por sus bocas, a veces prendidos por la mirada o por la mirada del silencio o por la mirada enorme y abierta de la pena o por la mirada rajada y arrugadita de la alegría, todos, todas las manos, todas las bocas, si no no valían nada, mucho menos que una hoja con su color amarillo arrugado, se agarraban a alguna cosa semejante o distinta. Habría que preocuparse, dijo la tía sin señalar tiempo ni temas de preocupaciones, por eso él era directo y corto, mirándola para arriba, y si era preciso, subiéndose al pisito para mirarla más cerca, cuándo tenemos que preocuparnos? Ahora, ayer y mañana, ya estábamos preocupados, dijo ella, entreabriendo el visillo y tratando de mirar a la ventana de la madre, pero no sabía mucho qué mirar, en el gran patio la palmera, fea como una profesora, despeinada como una escoba, y junto a la ventana, las flores, las macetas que a ella le gustaban, un poco de violetas, tan raquíticas y pensativas las pobres, decía la tía, un poco de gordas hortensias, tan campesinas y sanguíneas las provincianas, decía con juicioso desprecio la tía. No, no había nada que mirar, dijo ella, cerrando el postigo y encendiendo la lamparita de a bordo. Voy a ir a buscar a la tortuga, dijo él, porque tú quieres que la lleve, no? Lo que tú digas, dijo vagamente ella, preocupada de otra cosa, tornando el tic de entreabrir el postigo de la ventana y apagando la lamparita para mirar mejor, lo que tú quieras, pero ten en cuenta que estas serán nuestras últimas noches y que por eso mismo no podemos andar tropezando con ruidos en la oscuridad. Por qué había dicho que eran las últimas noches? Las últimas noches en general para toda la tierra? Las últimas noches para ella, la tortuga o Bernardo, no, no me gusta Bernardo, a veces la persigue a la pobrecita aprovechándose de su cuerpo gigante y de sus ladridos que se quedan resonando, ella, entonces, para no hacerle ver que es una flecha como no hubo otras, se clava en el suelo y recoge las velas de sus patas y se queda anclada hasta mañana o el jueves, el Bernardo apaga enseguida sus ladridos como si no se tratara de gastar inútilmente combustible donde no hay tipos a quienes asustar o hacerles que se vayan corriendo y tropezando justo en la acequia y entonces chillan, como si la acequia fuera la boca embarrada del infierno, dice la tía, entonces el Bernardo se tiende muy decentito en la tierra, junto a ella, pegado a ella, saca la lengua para guiar la lumbre de sus ojos, deja quieta la cola para que la cola no se meta, estira una pata, una sola pata, que se diría que es la única y la pone al lado, la tortuga no se mueve, tonto idiota, porque no está, fue seguramente a la verdulería a comprarse unas hojitas de lechuga de los Bajos de Mena o a la frutería a mercarse unos limones, que luego se los pasa por la cara para estirarla y sacarle una pizca de belleza, no está, anda viajando y echó doble llave, y bajo la barrera el perro Bernardo pone su pata encima de ella y trata de darla vuelta, pero no se pueden dar vueltas las casas si no eres un terremoto del año 6 o un huracán del año 18, Bernardo, además las casas no suelen caminar, es decir suelen hacerlo para crecer, eso dice la tía que le dije yo que dice la Ester que lo pensó la María cuando el cartero no le trajo esa carta de Lucho, y hasta seguro que se las está comiendo para comerse mis pensamientos y los pensamientos fríos de mi amado, y sorber todas mis cosas, a dejarle desnudo este bárbaro en el mármol de la entrada cuando toca el timbre para entregar la encomienda o el certificado. Por el sueño se iba silbando el cartero, lo veía perfectamente, iluminado por la lámpara apagada que se encendía cómplicemente cuando él pasaba para iluminarle las manos y sobre todo la zamarra vacía, sin ningún raspado de palabras para la María que la quiere matar con la Ester y hasta estuvieron probando una correa y un cordel, preguntándose cuál de los dos era más efectivo y rápido, debiéramos tener algunos amigos asesores, dijo riendo bárbara la Ester, y a él le cayeron unas gotitas de escalofrío, hay gente que se suele suicidar así. No lo harán, dijo la tía, los malos no tienen la suerte larga, niño, no les hagas caso, traerás a la tortuga a dormir a mi pieza, si tú quieres y hasta desde mañana a la pobre la llevo hasta la oficina para enseñarle el alfabeto morse y que a sus 18 años pueda recibir su diploma de telegrafista. 18? dijo incrédulo, pero no dices tú que es más vieja que el mundo, que ese color verdoso es un poquito de musgo que ha criado a través de las carreteras y las ruinas de las ciudades? Se puede ser muy viejo y muy joven al mismo tiempo, dijo la tía, se puede tener esas dos profesionales paralelas al mismo tiempo sin molestar a nadie, solo a los malvados y a los solitarios, si tú quieres esta noche, cuando en el suelo, junto a la linterna, abramos la cajita de tizas, nos sentaremos a conversarle un poco para pedirle que nos cuente algunas de sus experiencias, por lo menos las que le significaron las primeras arrugas allá por el año uno antes de Cristo. Sería bueno, dijo él, para que se le olviden las amenazas que la hacen caminar más rápido, oye, yo creo que ella no hace sino correr ahora por toda la casa y por el jardín, y cuando la saco a la puerta de la calle y se quiere ir al borde del camino para mirar los automóviles y desafiarlos, solo por eso, porque tiene mucho miedo de qué le pase si lo que dicen que le tiene que pasar si… Tonterías, dijo ella, arrugas el agua antes de servirla, no creas en malas acciones, si las crees y las piensas, ya tú te estás haciendo un poco cómplice de esas dos tipas que vegetan en sus maceteros, mira lo mejor y más importante, yo diría que lo único es que verifiquemos, y para hacerlo, tenemos que derramar toda la tranquilidad del mundo en nuestros ojos y oídos, y especialmente, en nuestras manos, porque qué hará la casa si cuando nos siente acariciando sus pies, sabe que nuestras manos están temblando, tendrá terror y pánico seguramente, y se hará un poco hacia adentro para pedirle a tu pobre madre que le pase la mano, pues tiene tanto miedo. Te das cuenta la dificultad? No solo no crecería la pobrecita desventurada, sino que se encogería como una ropa, cada día un poco hasta meterse en el lindo mono de tu madre, y nosotros pasmados, solos en el mundo delante del poco de paja y madera astillada que dejó ella al huir hacia adentro, dejándolos a la intemperie con todos los muebles en su sitio, pero abandonados hasta la desnudez íntima. Sí, dijo él, que además, para recuperar su tamaño y posición normal necesitaría por lo menos trescientos años y unas cuantas docenas de familias, y nosotros no tendríamos dónde guarecernos, nadie nos querrá, ni tendría confianza, porque sabrían que nos comíamos las casas, pues eso y no otra cosa diría, oye, y antes que eso ocurra, no te la podrías llevar también al telégrafo para enseñarle el alfabeto morse y que después de un rato reciba ella su flamante diploma de telegrafista de primera clase, tú lo eres, verdad? Solo lo bueno va a ocurrir, niño, si lo piensas, dijo ella y lo empujó hacia afuera, tienes que comer, tienes que dormir un poco, entendido, yo vendré de seguro a buscarte antes que raye el alba, pues me gusta que ocurran cosas que no ocurren, y si tú las imaginaste es que vienen caminando. Como la casa, a juntarse con la casa, dijo él, además, yo no lo imaginé, la he visto cuando crece un poco cada noche, cuando hay luna lo hace solo unas líneas poco visibles, porque pasan lechuzas, ratas, carteros, ferroviarios, por arriba del cielo o por abajo de la tierra y lo miran todo para comunicarlo y traspasarlo, eso no le conviene, por eso cuando hay nubes, cuando hay noche nublada volando por la cordillera hasta la esquina de la calle Maestranza, ella se pone nerviosa y no lo disimula y quiere llorar y reír, morderse las manos y despeinarse, para despeinarse más lenta enseguida, pues teme que de repente no haya ni luna ni nubes, y solo viento y agua, la lluvia no la quiere, la lluvia siempre llorando y escandalizando no la quiere nada, le tiene envidia porque ella, la lluvia, está afuera como una pordiosera y una viciosa, y no puede entrar, desde que aparecieron las primeras casas y ranchos que fueron sus mayores la lluvia se empezó a tornar muy mala, a matar a las flores primero, a las mariposas y matapiojos después, después a los niños que se iban navegando por la muerte en el río que tú sacaste de la biblia y ahora, sabiendo que mi madre tiene que estar en la cama mucho tiempo y todo el tiempo, la lluvia dice que la tiene señalada y que no es posible que una esté afuera toda la vida y la otra afuera toda la muerte, porque son lo mismo ellas, la misma materia de su destino y de su imagen, que están hechas de la misma tierra que llegó por el agua y que se fue por el agua para formar hinchado el mundo y para formar a las casas en una orilla y otra solo para dejarla a ella, la que madura los trigos y empieza a enterrar los frutos secos para que se hinchen dorados o rojos o amarillos o azules, ella que se lo pasa desganada, martirizada, hecha de harapos húmedos, la dejan sola sola sola en esta calle y en este mundo y que mañana, si llueve un mes o dos, hasta la primavera, meterá sus labios y sus dientes a sus pies si es necesario para levantarla y mostrar a la faz de Dios que no es más que un infame montoncito de tierra y madera, igual que ella, la desamparada y sola lluvia. Oye, donde nos volvamos, no vemos más que amenazas, dijo él, no crees tú que alguna de ellas tiene señalada, por lo menos a la tortuga? Lo que ocurrirá que ocurra, dijo ella, pero las manos no son dos palos para cruzarse y crucificarse en ellos, ve a buscar a la tortuga y la caja de tizas, niño, pero él se esperaba muy estirado en el sueño y ahora cerró los ojos para despedirse hasta la madrugada, oye, no se te olvide. No se le olvida, seguro que no, la tortuga también habría escuchado sus pensamientos, por lo menos habría sentido el movimiento de sus manos que querían decirle algo a la tía, algo urgente, impostergable, de miedo o de tristeza, pero la tía se iba hacia abajo y hacia los lados, la veía irse varias veces, empujando las nubes, las copas de los árboles, las flores. Y hablaba lentamente, de lado hacia la muralla que se alejaba para crecer, la sentía perfectamente. Que él no vea las flores, no es bueno. No sabía porque no era bueno y se sonreía incrédulo y con un raspadito de lástima, la pobre tía, claro, trabaja mucho y además trabaja más en la casa, tratando de sonreír siempre y de todas maneras, eso de las flores lo ha dicho porque ella sabe que yo tengo temor por la tortuga, pero si son dos o tres flores, no se va a perder caminando entre ellas, las olerá primero, las tocará con sus guantes después y estirará la cabecita para pensar si se las come o no se las come. Era posible que las luces, tantas luces, la asustarán, eso sí que era posible, que entre tal cantidad de resplandores y de llamas, como todo el mundo estaba allá al fondo donde la casa se agrandaba con los ruidos del viento y el ruido silencioso de la luna corriéndose como una pintura por las murallas del patio, era posible, eso sí que era inevitable, y por eso la apretaba entre sus manos, que todos ellos, toda esa gente grande vestida tan silenciosamente, apretando sus sombreros altos, sus bolsas de viaje, sus pañuelos húmedos, era posible que entre tantas piernas planchadas, tantos zapatos que echaban luces, tantas polleras que iban arrastrando las flores y el olor húmedo de las flores, la tortuga se fuera deslizando cada vez más rápido hacia afuera y hacia lo lejos, que era mucho más peligroso. Se sonrió de lado tratando de adivinar cuál de esos susurros sollozados era el de la tía, que, como ella le había prometido, o él creía recordar que le había prometido, que no iba a mojar las tizas con la punta de sus dedos, no, no lo hará, además, no es probable que esté un poco triste, preocupada sí, hasta un poco más delgada, porque no todos los días crecen en el mundo casas que crecen, decía ella, y la mala suerte escogida, rezongaba desengañada, todo tenía que ocurrir ahora mismo cuando habíamos comprado las tizas y qué le voy a decir y cómo vamos a marcar la casa, cuando ahora ha crecido a la luz del día. A la luz de la noche, pensaba corregido él, debe estar muy enojada y más nerviosa si es incapaz de saber que todavía es de noche, hasta la tortuga lo sabía, pues se había trasladado desde los pies de la cama y desde los pies de él, hasta sus manos y el fleco de la almohada, no sabía si se había demorado muchos días en viajar desde aquella lejana parte de la cama que se alejaba en la noche hasta llegar allá lejos, donde su padre se estaba riendo con Meléndez en la ciudad del norte, la ciudad del norte estaba un poco caída al borde del agua, él lo recordaba bien, porque la tía le había estado todo ese tiempo corrigiendo y apoyando su memoria, y hasta inclinada más de lo debido, de manera que, niño, decía ella, cuando el sol se hunde entre los cerros bajos y se demora en hacerlo porque esas colinas son lo más humildes, cercanas a la tierra para no caerse, agarradas a los chirimoyos y naranjos para no hundirse, entonces, decía ella, riendo sin ruido, mostrando sus dientes brillar solo un comienzo donoso de risa, cuando ellos, tu padre, tu hermano Roberto, tus hermanas, tus desagradables tías jóvenes, se quedan dormidos entre sus trenzas y sus pestañas, la casa toda entera, no solo los dormitorios y sus camas y sus veladores, se inclinan y reposan un poco en el mar, sino que también el escritorio de tu padre con esos libros de Julio Verne y de Alejandro Dumas y de Homero y de telegrafía y de teléfonos, y se siente siempre el olor húmedo del mar y sus ojos redondos, las aletas del mar que te están echando un poco de viento salado y lejano, un viento de todos los colores, niño, del color del día y del crepúsculo, del color del frío y del calor, del color del cielo verde y del cielo amarillo, porque el mar se lo pasa viajando sin moverse, yo diría que es el padre y el abuelo de la tortuga. Por eso ella es verde, corroboraba él. Y por eso es arrugada como el mar, cuando lo plancha y lo desplancha el temporal, decía ella, y saca un poco de mar blanco del fondo, un pedacito de mar todavía sin uso para que se lo pongan y lo gasten los niños puros que se van a mirarlo, porque la gente grande está allá afuera y allá arriba y allá lejos, muy lejos y cada vez más insoportable y el niño se queda solo, abandonado en el mundo, botado en una caricia sin compromiso, en una palabra que se cae como hoja marchita de los árboles. Eso tenía que ser muy cierto, que en cuanto se hacía de noche en la ciudad del norte y en la casa llena de flores de la ciudad, ella, toda ella, los platos de la cómoda, las ollas de la comida azul, los cuadros del pasadizo y el piano, el piano de su madre, o de su tía o de sus hermanas, él no sabía, se iba por la orilla del mar buscando las manos de las olas para que ellas corrieran por él empapándolo de melodías y de canciones muy bien cantadas por los labios y la garganta profunda, algo enronquecida con tanto viento del mar, todo despeinado, como cuando Meléndez se levantaba con sus patas largas y su sonrisa flameando arriba de su cabeza grande y despeinada, mirando hacia abajo al padre que, muy sentado y digno, se sonreía serio y melancólico, deseoso de estar contento, pero sabiendo que ese no era el tiempo ni la maldita oportunidad. Que no te sienta la Sara, pensaba el padre, y después lo decía, la Sara está muy enferma, Meléndez. Meléndez se venía abajo como un montón de escombros, recogía primero sus pantalones y después su camisa y su corbata, y se quedaba sentado en la silla que crujía, y él la sujetaba para que no crujiera, y al hacerlo se caían por la alfombra los pantalones, la camisa y la corbata, el padre se inclinaba y sentía resonar por el suelo de toda la casa, primero la tos de la madre y después los zapatos solemnes, el médico, pensaba él, el tío Lucho, el señor Perea, siempre vestido de color perla, con su perita rubia sin canas, con sus polainas tan calladas y colombianas y su sombrero redondo, de fieltro redondo que él miraba embobado, justo, ahora mismo, en esa hora del día o de la noche, pero de todas maneras en esa hora especial del mundo para estar dormido y despierto, al mismo tiempo, el señor Perea donde Fabricio, gracias, Fabricio, decía su padre dejándose abrazar y él veía su espalda que se remecía, y el sombrero tan redondo y pulcro y peinado se iba rodando por la alfombra, las cosas caen al suelo, pensaba, cuando todas las cosas caen al suelo es que algo grande está pasando o va a pasar o ya pasó, y apretó a la tortuga, sorprendido de que estuviera inmóvil, sorprendido, además, de que no se hubiera ido caminando tan lejos y tan rápido, desde su pelo hasta su oreja y después hasta la otra oreja, cada una tan distante como una ciudad de la otra, tan distante como el día de la noche, cada una redonda, cada una blanca y negra en cada extremo del recuerdo, a veces se había sentado en la puerta de la calle cuando el sol se iba poniendo rojo hacia la cordillera lejana tras de los árboles y quería estar seguro de que el sol, como un ojo de luz tan vivo y radiante, pero un poco cansado y sudado a esa hora, como que se iba cerrando de aburrido, de soñoliento, y miraba con atención y desconfianza el sueño el cielo, esperando a la luna, redonda también, pero mucho más buena persona o más calladita, el sol era, por lo menos, tan robusto y malvado como la María, roja y potente como él –que la María esperara el cartero era ya un contrasentido, que el cartero no le trajera cartas aunque no se las comiera, era una justicia para que la María se pusiera furiosa, furiosa y no triste, era una confirmación, igual que el sol, que jamás recibía cartas y si las recibía se reiría fanfarrón y rasparía un rayo y las quemaría echando las cenizas por la cabellera de la María para reírse burlón-, en cambio la luna ella sí que era amable y desgraciada, cada día más flaca y amarilla y enamorada, sola por el ancho mundo del cielo, tan desolada y bien peinada, asomada a la puerta hasta enfriarse esperando que la vengan a buscar, que la vengan a llamar, y nadie viene, maldita fatalidad que nadie viene a traerle recado de felicidad y desgracia, porque si te llega una carta mala y no una buena es mucho menos desgracia que si no te llega nada, niño, decía la tía con mucha sabiduría, porque la carta mala, o la palabra mala, o la mano mala, ya te abrió una herida, y por esa herida te entra el mundo y tú te asomas a él mirándolo con tus lágrimas, pero la luna es la tonta ingenua de la casa, tan bien vestidita con su batita azul salpicada de ángeles, tan bien peinada, pero ninguna mano viene y la despeina, porque las mujeres existimos, niño, para que nos despeinen, decía ella, muerta de felicidad variable, el amor tiene las manos muy largas, niño, ya lo sabrás por ti mismo, si no te han dicho algo ya tus tías coquetas, las dos coquetas de tus tías, o tu padre enamorado y su amigo vicioso. Él no entendía, pero sabía que tenía que sonreírse, si se sonreía había un puente entre él y la tía, entre la vida de él, que iba por abajo o por arriba, y la vida de la tía que lo iba prolongando y que ahora mismo le daba la mano para levantarlo. La tortuga también, dijo él, tratando de no llorar y no lloraba. Ella lo ponía sentado en la cama, en la almohada, en el almohadón, en la silla, y por fin en su falda, él se barría el sueño con la manga de la camisa, tenía los ojos cerrados y la boca abierta, es decir asomados en ella los dientes en los labios descoloridos. Por qué? dijo, sin entender. Porque sí, niño querido, dijo ella y lo estaba vistiendo con su traje de terciopelo granate hincada en el suelo, mientras lo abrazaba con una mano, con la otra buscaba unos zapatos que no fueran negros, y cuando los encontró se los ponía, sabes que vamos a salir? dijo ella. Ahora, ahora mismo? Sí, suspiró, mirándolo, pero no fijando la mirada en él, ahora le pasaba una toalla húmeda por la cara, ahora lo rociaba con una pizca de colonia. Sabes, niño? Te acuerdas de la casa que crecía? dijo ella. Anoche, anoche, crecía, pensaba él, había luces llenas de ruidos, había una cantidad de zapatos caminando por el pasadizo y alargándolo, llevándolo hasta el naranjo del primer patio y la higuera del tercer patio, él sentía perfectamente el ruido de los zapatos a medida que subía por el pasadizo inclinado hacia arriba hasta desaparecer en las ramas sombrías de la higuera, callada, triste, verde, mucho más rencorosa que la tortuga. Había gente, dijo él. Vinieron todos los amigos, hasta Meléndez, dijo ella, tenía que venir. Y llegó su padre, claro. No lo sentí reírse, dijo él, a Meléndez tampoco, no tenían que reírse, dijo ella, Meléndez menos que nadie, a esa bestia le hace bien inclinarse hacia donde haya un poco de silencio, dijo ella, ahora tendrá que mamarlo con toda la boca. Por qué? dijo él, y su pregunta tenía muchas direcciones, ni él mismo sabía adónde se dirigía primero, pero presentía, quería ubicarlo y adivinar lo que se refería a sus conversaciones y a sus compromisos con la tía. Sabes que anoche la casa creció una cantidad de metros? le dijo ella, y eso de todas maneras era una respuesta. Y las tizas del compromiso? dijo él, ofendido, sin mirarla, mirándole solo la ropa, otra ropa, otro color de ropa, tan callada como ella, tan brillante como sus ojos. No tenía que hacerlo, por esta vez, no hacerlo, dijo ella, era terrible, Pablo, suspiró, suspiró para ella, pero para incorporar en ese suspiro al niño, si es increíble, terrible, lo que ocurre cuando las casas crecen de repente, de todas maneras era un alivio saber que tú sentiste sus primeros movimientos, sus susurros cuando hablaba a solas, sintiendo su soledad y queriendo crecer para salir de ella, y qué vamos a hacer ahora en esta casa inmensa?, se preguntó ella, y lo cogió de la mano. Nos vamos, quieres? dijo haciéndose suave y pequeñita, él se dio cuenta de que su tía se había achicado, por lo menos en su voz, para acercarse a él, claro, como la tortuga, era una certeza saber que, por ejemplo, la tortuga no crecía ni quería crecer para correr por sus manos hasta su brazo, su hombro y su espalda, él entonces se daba vueltas y no se reía para no asustarla, para que bajara suavemente tranquila y sosegada hasta la playa de la almohada que él había descendido hasta el suelo, se daba vueltas y la tortuga se convertía en piedra clavada en sí misma, creciendo hacia abajo, él cerraba los ojos, entreabría los labios para echar unos pocos pensamientos sin dirección, triste, y la tortuga venía caminando a su lado, sin querer subir a él, olfateando sus manos, echando un respirar que tenía su forma y su color, ella ni siquiera lo sabe, pensaba él, adivinándola tan indefensa e ignorante, a pesar de todo lo que ha vivido, de todos los inmensos años que ha viajado, pero por él, junto a él, por encima de su pecho que él inflaba como un atleta, cuando se perdía sin perderse por su palo, cuando se asomaba a sus ojos y él los cerraba y los borraba para dejarla perpleja, entonces, era una seguridad muy grande, la tortuga caminaba mucho más. Y sobre todo, caminaba mucho más ligero. Era una sensación y un recuerdo precioso, ni siquiera a la tía se lo había confiado, cuando aquella tarde, hacía muchos pero muchos días, como trescientos, cuando entró a la pieza de la madre y ella trató de ponerse un poco sentada en los almohadones y él la dejó en la sábana para que ella la mirara y para que la tortuga caminara por ese camino para ella desconocido, el camino de la sábana de su madre, el camino de la madre, por lo menos de su mano, cuando él cerró la puerta sin hacer ruido mientras ella sonreía en señal de aquiescencia en una sonrisa de dos ramas, le dijo sentencioso, fíjate que camina muy rápido, todo lo rápido que puedo mirarla un momento después de otro, cuando me estoy acostando y dejando mis pantuflas en la alfombra, ya ella se metió en una y está mirando malvada a la otra, de verdad, seguro que de verdad? dijo débilmente su madre, con unas palabras ansiosas, como si en cada palabra de respuesta que él pudiera pasarle, ay en cada palabra de pregunta que ella apenas podía pronunciar, hubiera una extrema necesidad, una necesidad inencontrable aun debajo de las palabras que se cerraban sobre su pensamiento y sobre sus deseos, como otra tortuga. Camina rápido, corre por la cama o por la alfombra, porque tú me la regalaste, dijo. Por eso, dijo ella y no quería decirlo, es como yo, solo que yo soy menos arrugada, porque no he sufrido nada, porque no he vivido nada, dijo ella, pero sabes, hijo? No soy menos rápida que ella yo, diría yo, pregúntaselo a la tía, que soy un poquito más rápida, pero no quiero serlo, no quisiera serlo, sabes? Porque se llega más pronto. Pero cuando ella me hace cosquillas en el patio para caminar por los dedos, que se le parecen un poco, por su orden escalonado, cuando empieza a caminar y acercarse por mi pierna, dijo él, lo hace muy rápido, oye, casi demasiado rápido, y muchos días yo me quedo dormido antes de verla llegar, fíjate que una noche me quedé dormido, dormido y soñando con los ojos abiertos, viendo el mar inclinado, la luna con su vestido blanco, tan desvelada como yo, y vino la tortuga, alzó su cara digna y me miraba con lástima, con una lástima pequeñita y verde como ella, una lástima barata, decía la tía, y me cerró los ojos con los dedos de su pata, la tía decía que fue ella, pero no la tortura, pero no lo creas, ella inventa fantasmas y mentiras para que nos riamos cuando nos acordamos de ti, qué bueno que te alegres, dijo ella, por eso te la regalé, no se te olvide después que fue tu madre, que no vivió nada, quien te regaló la tortuga que vivió mucho, por eso, para pasarte con ella mi amor y mis deseos, es más que una tortuga, es como una rama del bosque, hijo querido. Ella también me dijo niño querido, pensó él, y enseguida pensó en la tortuga. Dices que tenemos que irnos? Ahora, ahora que creció una barbaridad la casa? Sí, dijo ella, por eso, tenemos que irnos un poco, porque una casa inmensa nos dará mucha pena a los dos. Y a los otros? dijo él con dignidad y rencor, como si los otros no debieran tener ese derecho. Claro, dijo ella. Tu papá tiene que hacerlo, es su obligación y su profesión ahora, sabes, niño?, estar triste es una profesión tan legítima como estar alegre, y mucho más decente, yo diría que el sufrimiento más que la risa ha hecho caminar al mundo, lo crees tú? Yo solo que me gusta ver caminar y correr y volar a la tortuga, dijo él, mi mamá dice que es tan rápida para hacerlo como ella, que por eso me la regaló, pero que ella, hablando con las palabras ajustadas, camina mucho más rápido, aunque le hubiera gustado no hacerlo tanto para poder vivir. Y dime tú, oye, caminar es otra profesión, distinta a la profesión de estar vivo, la vida? No se puede tener las dos profesiones? Ella le empujó hacia afuera y él sintió el olor de las flores, aunque no las vio. Junto con él un olor húmedo, de alcanfor, de café, de pisco. Y el silencio. El olor del silencio. Enorme el olor del silencio, seguramente que ella tenía razón, la casa había crecido, él se daba cuenta y se sentía inseguro, se cogió de sus manos. No hay nadie, se fueron todos? Se fueron todos, todos, entiendes, niño? dijo ella y se puso de rodillas para abrazarlo y para sonreírle con una sonrisa usada, la misma sonrisa de anoche, pensó, estaba seguramente muy pobre, no tendría otra. Vinieron los caballos?, dijo ella. Por qué? dijo él, aunque no entendía. Cuando la casa crece, vienen enseguida los caballos, a comer flores, dijo ella para, poniendo un poco de imaginación en sus palabras, hacerlo olvidarse si podía. Como la tortuga, dijo él? En el huerto yo la he visto hacerlo. También en la cama de mi madre, el otro día, hace muchos días, te conté, se paseaba por su camisa y se la mordía, era eso, la madre tenía olor a flores. Oye, y dónde está ella? Quién, niño? La tortuga, por supuesto, dijo él, mirando las puertas abiertas, el cuarto grande, enorme, vacío, el sol empezaba a lamer las maderas del marco. Él señaló con la vista el cuarto abierto sin nadie, lo que es sin nadie, también sin ruidos. No está, es que no está, oye? Tendrás que portarte muy bien, dijo ella, y sabes, como eres un hombrecito no te costará hacerlo, vamos a caminar un poco, estaremos unos pocos días en otra casa, la de la Celia. Por qué?, porque esta casa ha crecido mucho, ahora demasiado, dijo ella. Y la tortuga?, preguntó. La tía le apretó la mano y lo arrastraba. Y mi madre?, tornó a preguntar. La tía se apagó, se puso de cuclillas y se demoró, mirándolo, peinándolo, ella sonreía feo con los labios, se veía horrible con los ojos. La tía lo cogió en brazos y él empezó a patalear. Si me dejas en el suelo, dijo furioso, podré crecer más luego, si tú quieres, si todos quieren que lo haga. Suspirando la tía lo depositó en el suelo y él le cogió la mano. Él deslizó su mano sin brusquedad y se apegó a ella. La tía estaba llorando. No entiendas, no entiendas por favor, dijo y se apartó de él, sollozando. Por la vereda pasaba gente, gente desagradable que los miraba con simpatía, no tenían que meterse con ellos, no en ellos, él se acercó a la tía y le abrazó la pollera, ella, deshecha en lágrimas lo alzó en sus brazos y él se dejó manejar. Caminaron callados. Él cerró los ojos para no mirar la calle, las gentes que los miraban bestiales, tampoco la casa que estaba allí enorme, vacía, abierta, creciendo como una loca desesperada. Sintió llorar a la tía y sintió una gran angustia, por ella, por él, por la casa. Estaba pensando en las dos, no dejaba de pensar en las dos y ese pensamiento le empujaba las lágrimas y los sollozos por la garganta. Por qué lloras? dijo ella, acariciándole la cabeza y llorando más. Ahora se sonreía. Si lo haces por ella, porque la querías? Era un bicho muy feo, suspiró. No era feo, dijo él, no era fea porque yo la quería. Oye, oye, puedo llorar por las dos?

Jueves 28 de junio del 79, las 11,25 de la mañana, sol, cielo azul se diría que hace calor. No estoy disgustado con este tema, del cual solo tenía el título. Me parece de buen augurio, augurio para la salud de lo que escribo, que a través de él, haya regresado, sin haberlo querido, a mi infancia. Ahora me será más fácil regresar alguna que otra vez a ella.